Lo de los saludos es
cosa curiosa; sin duda, tiene que ver con la expansivo de cada
personalidad, aunque no me refiero a la manera de saludar: Mano
fuerte, devastadora (hoy llamada “trump”) mano floja, afable,
blandengue total, de colega, besos, besos que no se acaban de dar,
abrazos, palmadas, etc., sino al hecho de hacerlo, de querer hacerlo,
querer evitarlo o negarlo.
Obviamente, las personas
tímidas se esconden, miran para otro lado, se ocupan en algo o se
hacen las distraídas y, en el extremo opuesto, están los muy
saludones, que casi provocan, buscan y consiguen saludar a toda
costa.
No sé si en el punto
medio, de haberlo, estaría la virtud; además, qué virtud, pero es
significativo que en los pueblos, más cuanto más pequeños, estas
diferencias se acortan y la gente se siente más integrada en un
mismo grupo o comunidad y, por eso, sueltan un Ey o cualquier
expresión equivalente sin plantearse nada más. Creo que se llama
salud mental.
Y no es que no les den
importancia al saludo, porque cuando alguien te falta, o te molesta,
lo primero que hacen es resentirse en esos modales, retirar el
saludo, sino que se ha comprendido que pisar el mismo suelo, ver las
mismas estrellas y respirar el aire mismo algo debe de ponernos de
acuerdo, algo debe de provocarnos un pequeño sentimiento común.
Llevo veinte años
residiendo en la misma comunidad, sesenta pisos; y puedo ver todo ese
universo en ella: A un vecino casi lo persigo con mis saludos cada
vez que me cruzo con él; regularmente, agacha la cabeza y rehuye
decir algo o hacer un gesto; una vez me dijo hola, porque acompañaba
a su esposa, una mujer normal que responde a los saludos. A cuatro
metros vive una familia, con la que jamás hemos celebrado o
compartido nada, son correctos, educados y limpios, dan los pésames,
las felices navidades y sé que si se quema mi casa, me llamarán, o
llamarán a los bomberos, pero poco más. En el supermercado coincido
con el político, que no duda casi en invitarme a comer, aunque nunca
hemos tenido ni tenemos la menor relación.
Sin embargo, cuando
vivía en una localidad pequeña, no se dosificaban los saludos, los
Qué hase, Buenas, o cualquier otra manera de educación cortés
aparecían con quienes te encontrabas, paseaba o coincidías en la
tienda o en el bar. Había o no había luz suficiente por las noches,
el médico era mejor o peor, los maestros eran o no eran, el alcalde
cumplía o no; el trabajo abundaba, o el paro, la actividad cultural
o la deportiva: se convivía. Y algo parecido me ocurrió en un
barrio de la periferia.
Ahora se le echa la
culpa de todo a los teléfonos móviles; hombre, para esconderse tras
ellos le servirá al tímido, pero yo llamo descortesía a esta
postura consolidada de no saludar, con el beneficio de la duda para
los pusilánimes, y un síntoma de soledad, que ya viene de lejos.
Reconozco que me gusta sentirme vecino, ciudadano, hombre como
cualquiera, paralelo, igual; y sospecho que quienes abren zanjas,
levantan barreras, muestran las diferencias y se aíslan, con todo el
derecho, son seres de otro mundo que no es el mío, que no son de
esta sociedad que queremos mejorar entre todos.
Entre la frase atribuida
al cantante Silvio: “Cada uno va a a lo suyo, menos yo, que voy a
lo mío” y la conocida de Góngora: “Ándeme yo caliente / y
ríase la gente”; yo sigo prefiriendo la del poema de Bertolt
Brecht: “Uno sólo no puede salvarse”.
HuelvaYa.es, 27/01/2018
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