Voy a ver espectáculos
de danza contemporánea porque, por lo general, no los entiendo.
Previamente, leo la
sinopsis y veo quiénes son los actores; después, me dirijo al
teatro con ilusión y, a partir de ahí, todo se convierte en
asombro. Me gusta saber que no alcanzo a comprender todas las cosas,
me siento niño y, como tal, abro los ojos y me inundo con los
movimientos y la rara belleza que comunican.
Al final, cuando ya he
pensado varias veces lo que puede significar y, sobre todo, lo que yo
creo que es improvisación pura -y que, por lo visto, no lo es-, me
examino, recuerdo lo vivido y concluyo que no puede abarcarse todo,
que hay mundos desconocidos por descubrir, que no somos iguales en la
percepción de la belleza y que estoy vivo.
Lo más curioso es que
esos cuerpos, de agilidad y potencia enormes, quieren transmitir a
los espectadores sentimientos e incluso ideas y sé que lo consiguen
porque, al final un público, que suele estar compuesto por
bailarinas y bailarines, exbailarines y bailarines frustrados,
familias de los participantes, coreógrafas y coreógrafos
frustrados, estudiantes de danza, músicos, amantes de la música,
músicos frustrados y curiosos, que es donde supongo que entro yo, se
levanta y, de manera enardecida, aplaude y aplaude sin parar, hasta
invitarles a hacer varios bises.
Al principio, me
extrañaba y no me podía explicar qué habían visto; en mi caso,
aplaudía por el esfuerzo, la entrega, la preparación física, que
comparaba con los atletas de una competición y porque quienes se
suben a un escenario para dar algo a los demás merecen mi respeto y,
casi siempre, mi admiración pero, poco a poco, me he dado cuenta de
que, a lo mejor, mi capacidad de aprehensión se limita a la
contemplación estética, al disfrute del lenguaje distinto y,
especialmente, a la extrañeza, a la desviación de la norma
(suponiendo que fuera éste el caso) como forma de acercarse al arte.
Con posterioridad, he
profundizado en las explicaciones que suelen dar sus autores: llevar
una historia a un todo escenográfico, la danza total, homenajes a
figuras universales, versiones de mitos u obras clásicas, lo lúdico,
lo irreal, el sueño; la vida, en definitiva, he concluido.
Así que, de la misma
manera que se incorpora la sorpresa a la narración y lo simplemente
bello a otras disciplinas, seguiré valorando las obras de danza,
aunque no las comprenda, ya que el fin último del arte debe ser la
fascinación y dirigirse al corazón y no a la cabeza.
HuelvaYa.es, 3/2/2018
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