Los
escritores de antes morían de tuberculosis, ahogados o con una bala
en la cabeza: Como tiene que ser. Algunos, más vulgares, se hartaban
de drogas, alcohol incluido, pero no era lo mismo. Para dejar un
hermoso cadáver había que no deteriorar demasiado el producto.
Y así lo
entendieron Emile Brontë,
a la que le bastó con sus “Cumbres borrascosas” para ser
inmortal; a John Keats, uno de los mejores poetas ingleses y a su
amigo Percy Bishey Shelley, de vida tan desordenada como corresponde
y que se ahogó en una tormenta, en Italia; a Mariano J. de Larra,
que optó por el pistoletazo sonoro y a nuestro G. A. Bécquer,
aunque ya superaba los treinta años y su tuberculosis no lo
arrebatara en un solo instante.
De
esta década, anterior a los cuarenta, están también
Vladimir Maiakovski, que
prefirió una bala, Alejandra Pizarnik, que se atiborró de
barbitúricos y el granadino Ángel Ganivet, que
lo consiguió a la segunda, ahogándose en un río ruso.
Pero
el favorito es, sin duda, Yukio Mishima, que entendió que su cuerpo
de autor no merecía la dignidad del harakiri y lo labró en los
gimnasios hasta que, con cuarenta y cinco años, se quitó la vida en
el cuartel de la División Oriental del Ejército y ante su ejército
personal, uno de cuyos ayudantes terminó decapitándolo.
Mishima había escrito
257
obras, había
sido propuesto tres veces al Premio Nobel y era uno de los mayores
escritores mundiales de la época. Corría 1970.
Hay
tantos grandes escritores suicidas, que cabría preguntarse si la
causa que parece obvia: la percepción clara de un mundo podrido es
la correcta. Cabría preguntarse, incluso, la relación entre las
vidas atormentadas y las grandes obras, si no fuera porque también
existen grandes escritores con vidas regladas, familias y un perro.
De
cualquier manera, recuerdo ahora a mi profesor que decía que para
dedicarse a escribir no hay que estar muy cuerdo y, probablemente
llevaba razón. Pasar horas contando lo que uno imagina, sueña o
fabula, desnudándose más o menos y esperar, después, a que le lean
no es tarea normal, aunque los restantes mortales estemos expectantes
de la visión del mundo de ese no cuerdo, de sus propuestas y de sus
recuerdos y deseemos que cuando lleguen sus cadáveres, estén muy
usados por la vida.
Quizá
todo sea tan sencillo como se decía en aquella greguería de Ramón
Gómez de la Serna: “Escribir es que le dejen a uno llorar y reír
a solas”. Y yo añadiría, y a morir como le de la real gana.
HuelvaYa.es,
11/3/2017
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