A la luna la
estropearon los malos poetas, tanto verso pobre sobre su color y su
luz, tanta cursilería hicieron que el satélite fuera reconocido
como el lugar al que los versificadores del tres al cuarto estaban
siempre mirando. Ella no tenía la culpa; estaba en los libros de
ciencias, en las cavilaciones astronómicas, en los calendarios, en
las cosechas y, también, en las manidas palabras de los enamorados.
La narrativa la
había considerado de otra manera; en el diecinueve se mencionaba a
los lunáticos y los licántropos y se la culpaba de su influencia
maligna en crímenes y asesinatos; y ya en el siglo veinte, con la
aparición del cinematógrafo, servía tanto para el beso de un
brando o una gadner como para el escenario de un festín vampírico.
Más tarde llegó la
ambición de su conquista física y se popularizaron sus numerosos
cráteres y lagos, como un acné; y la pisaron y le instalaron
aparatos de medición. Y hoy, por encima de las apreciaciones
anteriores, reconozco que innecesarias, se le admira y se le está
haciendo justicia.
Cuando los urbanitas
descubrimos el cielo, especialmente en los veranos, los atardeceres
convierten las puestas de sol en un espectáculo sencillo e intenso,
que se sucede previsible y distinto; buscado y sorprendente. Y
mientras los chiringuitos obtienen su provecho, a mí se me antoja
creer que lo que celebramos no puede ser el final del día, sino la
salida de la luna; al fin y al cabo, el sol rechoncho como una
galleta termina por exprimirse en el horizonte y ella sale
esplendorosa y confidente.
Pero la sorpresa ya
no está en esta sucesión esperada, sino en que cuando hemos visto
los juegos de Río, la misma luna que tenemos a nuestro alcance es la
que preside la playa de Copacabana: y, a pesar de eso, hay quienes en
su afán de diferenciarnos creen que existimos hombres y mujeres,
negros y blancos, musulmanes y cristianos separados, antagónicos,
irreconciliables, todavía.
Vean en YouTube el
vídeo que empieza en una joven tendida en la yerba y se va alejando
el objetivo hasta recordarnos lo minúsculos que somos y después se
adentra para que nos maravillemos, se titula “Escalas del universo
y del ser humano” y, díganme después si no somos iguales en
nuestra pequeñez y si no es esa misma luna, la misma despedida del
sol, ese mismo ocaso, esa misma fragilidad, esa macromicroinfinitud,
la que nos une o debería unirnos.
HuelvaYa, 21/8/2016
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