“Eclipse
parcial de poesía” se titulaba un artículo muy extenso que
publiqué hace años. Y contaba que con al-Mutamid fue nuestro sur el
paraíso de los poetas: En la dinastía fundada por Abu-l-Qasim, ya
se había compuesto la primera de las antologías arabigoandaluzas
que han llegado a nosotros, titulada “Al
Badi fi wasf al-rabi”
(Libro peregrino que trata de la descripción de la primavera),
existía una casa que equivaldría a lo que hoy se ha dado en llamar
“Academia”, eran recibidos por el soberano un día por semana,
recitaban sus composiciones en una cátedra o tribuna y el monarca
los valoraba, e incluso los hacía subir o descender, según “sus
méritos”,
en una especie de escalafón.
Hasta
el siglo XIX, la literatura siguió moviéndose cerca de la corte y,
aunque no existía una corporación de escritores subvencionados,
como en los tiempos del rey poeta, las prebendas, los oficios o el
mecenazgo favorecían su labor. El Romanticismo trajo nuevas
costumbres y, en ocasiones, ir contra corriente, criticar al poder,
usar la pluma como aguijón, eran formas de consolidarse
artísticamente. En definitiva, los intelectuales tenían su sitio en
la sociedad, aunque su subsistencia fuera una cuestión bien
distinta.
Este
papel de portavoz de la conciencia ciudadana, la nueva misión de
crítico y delator, de representante de una determinada actitud ética
o estética ha durado, con excepciones, hasta el último cuarto del
siglo veinte. Decir que alguien era poeta, en los años setenta, era
-todavía- aludir a su fecunda interiorización, o a su progresía,
era respetar su habilidad para expresar emociones, reivindicaciones y
deseos. Y había quienes encontraban en sus versos el eco de sus
gargantas reprimidas y quienes, porque eran verdaderamente libres o
porque no tenían nada de qué quejarse, rememoraban la antigua voz
de los jardines del Generalife, la misteriosa resonancia de los
conventos castellanos o el recuerdo de un amor no correspondido.
No
obstante, en la siguiente década, etapa de transición política, en
muchos sectores de este país se volvió la espalda a quienes
utilizaban la escritura para comunicar vivencias y se produjo ese
eclipse parcial de la poesía.
Junto
a la pobre e infundada afirmación de que una imagen valía más que
mil palabras, se esgrimió que el poeta lírico hablaba únicamente
de su yo, como si ese yo del poeta fuera diferente al del propio
lector, como si el amor cantado por Quevedo, o por Salinas o por
Rafael de León fuera de otro planeta, como si Shakespeare no fuera
también Otelo, Desdémona y Yago, seres humanos, al fin, hasta los
huesos.
Como
en esas películas de ciencia-ficción, estamos tiempo para cambiar
el curso de los acontecimientos, porque el
hombre no ha dejado de buscar en
aficiones colectivas, engaños televisivos y juegos varios esa
fuerza
precisa para sobrevivir. De hecho, una oleada activa de jóvenes,
espoleados por el acceso a internet y a una comunicación global está
surgiendo en todos los rincones, que es como decir -hoy- accesibles
para cualquiera.
Quizá la poesía no sirva para erradicar definitivamente la
tristeza, ni los males que asolan nuestra sociedad, quizá no haya
nunca más otro al-Mutamid en ningún sitio, pero reconocer que la
vida interior es necesaria y que la capacidad para soñar nos
transporta a otra dimensión más humana es, probablemente, el primer
paso para creer que se acabaron los eclipses y que la poesía y la
imaginación y el pensamiento podrán ser valorados como siempre
merecieron, como la única posibilidad de conseguir lo que en la vida
diaria, en la certeza tangible y personal no puede alcanzarse.
HuelvaYa.es,
31/01/2016
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