En
los numerosos pasados que vamos acumulando hay espacios que se
convierten en mágicos y con ellos, las personas que los habitaron:
Para empezar, en todos éramos más jóvenes, que no es dato pequeño;
probablemente teníamos otras perspectivas y, sobre todo, no nos
habían, no nos habíamos decepcionado tanto, por lo que esas
coordenadas hacían de esos lugares arcadias difíciles de recuperar.
Hace
treinta y ocho años, viví en un Madrid donde no habían
desaparecido del todo los raíles de los tranvías, en un barrio
donde parecía que la ciudad acababa. Hoy, la calle donde aparcaba
con toda facilidad mi mini se ha alargado y la expansión urbanística
la ha engullido. Eso sí, el bar donde desayunaba sigue existiendo,
se diría que con los mismos mayores jugando al dominó y, aunque su
dueño ya no esté, conserva ese sabor popular que tenía; y también
están los ultramarinos de más abajo, que compiten ahora con una
multinacional, y resiste.
Los
estudios, los trabajos, las parejas hacen que la infancia sea ese
país, “donde las cosas se hacen de otra manera” y solo los
amigos esenciales perduran en su nobleza original. Cuando se vuelve,
los errores duelen, el inmovilismo te hace responsable y el turismo
en la ciudad natal no siempre te lleva a alabar el progreso.
En
mi condición de habitante de los extrarradios de Huelva o de los de
Sevilla, según se mire, sufridor periódico de los baches de la A-49
y contribuyente fiel al mantenimiento hotelero de la tierra, hice un
día un recorrido por La Cinta, el muelle, Colón, el balneario, el
Conquero, la Isla Chica y El Molino, obviamente con ojos que no
podían ser inocentes. Y en efecto, de no ser por mi raíz, vigorosa,
no hubiera reconocido casi nada, porque todo era distinto y nada
había mejorado, a excepción de lo urbanístico.
Es
probable que la nostalgia nos haga ser parciales, como siempre se es,
o que los paraísos perdidos no sean nada más que paraísos y
perdidos, pero echo de menos el Madrid transitable y aquella Huelva
“lejana y rosa” donde podía ir en tren a bañarme, subir los
cabezos, jugar con una pelota improvisada en pleno centro, ir al
teatro Mora o al cine Apolo y, como dice la canción “viajar sobre
un cascarón de piel, ligero de equipaje”.
Menos
mal que siempre nos quedará el Gran Teatro y esas tantas otras cosas
que los onubenses sabemos apreciar. Contradiciendo la letra de “Peces
de ciudad”, sí que quedan islas para naufragar y no hace falta
huir a ninguna parte.
HuelvaYa.es, 21/12/2015
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