A
las niñas y niños de mi generación nos inculcaron unos valores
básicos, algunas reglas de educación cortés y aquello de que, si
no nos esforzábamos, no llegaríamos a nada. Nunca supimos qué
sería esa nada, un sitio al que, paradójicamente, teníamos que
llegar. Más tarde comprendimos bien la frase y, arrimando el hombro,
sacamos una carrera, un oficio o un empleo. Cuando fue preciso,
afirmamos además nuestra identidad y, cada uno como pudo o quiso,
fue joven, rebelde y diferente.
Estas
sencillas normas no pertenecían a un grupo determinado, sino a todas
las familias que, con estos comportamientos, daban fe de algo más
importante que el nivel social, daban testimonio de la educación.
Pues bien, todo esto se ha ido perdiendo: Durante generaciones los
hijos han crecido hartos de yogures y televisión, tuteando a los
ancianos, luciendo chanclas y trajes de baño en la ciudad sin playa
y sin ningún respeto. Después llegaron los fracasos académicos, el
botellón, las meadas en la calle y el desafío insensato a la
autoridad. A estos niñatos les ha faltado únicamente la educación;
exactamente al contrario que a sus padres.
Y
ahora nos agotamos especulando sobre las soluciones de un problema
que nos afecta a todos, nos manifestamos en un país en que cuenta
muy poco la opinión pública y nos cuesta reconocer que,
probablemente, esta estupidez ha nacido del abandono de muchos
“educadores” (recordemos la frase de Marina: 'Para educar a un
niño hace falta la tribu entera') y de su confusión, o
conveniencia, sobre lo que significaba la democracia.
Entre
los inagotables derechos que se han transmitido están la ignorancia
como un valor y que no hay que ser nada para triunfar en la vida, a
lo que sigue contribuyendo nuestra inefable cincovisión y las
imágenes de unos políticos sordos, tozudos e irresponsables. De
aquellas lluvias vienen estos lodos.
Pues,
¡que no siga el aguacero, por favor!
HuelvaYa.es,
25/07/2015
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