¡Pero este libro es de poesía, eh!, le advirtió la vendedora cuando le llevaban dos volúmenes a la caja, uno de narrativa y otro, efectivamente, de ese género. La entonación no cambiaría el mensaje, porque estaba muy claro: Le hacía notar, antes de marcar su importe, que ese libro no era como los demás, con letras e historias, sino de aquello tan extemporáneo que ya casi nadie compraba; fíjense que apenas había vendido unos ejemplares, a pesar de que figuraba en el mostrador de las novedades. Tenía un título sugerente, eso sí, pero por dentro estaban los versos, esos rengloncillos incompletos que, seguramente, ni rimarían ni nada. Y luego el lenguaje, tan raro.
Así
parecía, aunque a lo mejor la aguda señorita intentaba persuadir a
la compradora de la especie tan sublime que tenía en sus manos y,
preparándola para un festín de música y sueños, le alertaba, como
buena consejera, del alto contenido emocional que le esperaba. Podría
ser una profesional de cadera a cadera que había hojeado cada obra
de las estanterías y se había informado del autor, el momento y
otros datos. O quizá, se trataba de una zoqueta. O era una experta.
Especialista o ceporra. Estupidez o sutileza. Cómo saberlo. Poesía,
en dos mil quince, con el autor vivo, Premio Nacional de Literatura,
qué pensaría su jefe quien, por cierto, sabía perfectamente que en
ese templo de las compras y sanatorio de muchas neurosis, no hace
falta promocionar nada.
A lo
peor, todo esto es un juicio frívolo y equivocado sobre una
exquisita lectora que, cegada por los celos, no estaba dispuesta a
dejar que cualquiera degustase esta su última publicación; por lo
menos sin advertirle antes que por doce euros podía acercarse
también a las ofertas de perfumería o esperar a las rebajas.
HuelvaYa.es,
30/05/2015
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