Decía
Lula Da Silva que la única guerra de la que saldríamos todos
vencedores sería la guerra contra la pobreza y la exclusión social.
Y me parece muy relevante la palabra “todos”, porque es la que no
comparten los merkel y rajoy del mundo. Por supuesto que todos no
podemos ganar si el beneficio es únicamente económico, pero es que
hay otras metas a las que aspirar, otros fines, como la dignidad y el
respeto humano, por ejemplo.
En
algunas ciudades se ha pasado de vender pañuelos en los semáforos a
hacer malabares para pedir y, pronto, veremos a tragadores de fuego,
niños funámbulos y faquires persiguiendo sus cenas, como en Ciudad
de México o en otras metrópolis.
No
tiene sentido mirar a Etiopía o a la India para dar una imagen
solidaria, porque no son los árboles ahora, sino el propio interés
lo que no deja ver el bosque de nuestro cuarto mundo, nuestra gente
de ultramar y de tantos barrios desastrados, otra vez en la
marginación.
Comprendo
y lamento que pensar en esta pobreza puede disgustar a una parte de
los clásicos benefactores sociales, pero esta tensión social, las
intransigencias, teorías como la de que no estamos en guerra,
mientras siguen muriendo nuestros militares, la persecución de la
cultura, el empleo precario y los quiméricos triunfalismos van a
llevar a muchos ciudadanos no solo a votar propuestas extremas, sino
a borrarse de una nación que no dialoga, que no escucha y que no
quiere ver lo que le rodea.
Lástima
que algunos no hayamos podido darnos de baja de este género humano,
como queríamos y nos hayamos tenido que conformar con ser cada vez
más apátridas.
(HuelvaYa.es, 31/01/2015)
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