El
suicidio ya no es lo que era; antes, tenían siempre un tinte
literario. Se hacían por amor, aunque a nadie se le escapa hoy que
resultaba una inmensa estupidez; se hacían por angustia vital o se
hacían por no poder responder a cualquiera de las provocaciones de
la vida. En todos los casos, el suicida era un poco héroe, pecador,
valiente y huidizo. Todo dependía de las circunstancias y de los
exégetas, como siempre. Además, la gente sin recursos no se quitaba
la vida nunca: Resistía y, como máximo, llegaba a ponerse delante
de un toro, atracaba un banco o a un peatón, o dejaba que la
consumiera los años.
Sin
defenderlo, el suicidio era un tópico adolescente, romántico,
temerario cuando se ejecutaba sin excusa sublime; uno de los rasgos
de la tierra profunda, una característica de la genialidad.
En
la actualidad, y entiéndase lo que sigue como una constatación y no
como un convencimiento, abandonar este mundo como un arte se ha
perdido. Los efectos de la cicuta clásica, la bañera y las venas,
el láudano o la soga; o los más parsimoniosos del ajenjo, el
alcohol o cualquier otro veneno, se han cambiado por un arrojarse
desde la ventana, pegarse un tiro absurdo o una cuchillada torpe y,
finalmente, el método más servil, práctico y criminal de llevarse
consigo a inocentes desconocidos, para así conseguir una supuesta
recompensa o una vida eternal: Codicia, subterfugios, prosa oscura y
sentimientos gorrones. Lo contrario de la individualidad y la
fantasía; lo contrario de la elección de la nada por no encontrar
el sitio entre la barahúnda.
Y es
que mientras siguen apareciendo en los frigoríficos, en las carteras
o en la prensa lo que para algunos son razones, el ser humano va
apartando la estética de sus vidas hasta de los momentos más
íntimos, más definitivos y más cobardes.
(HuelvaYa.es,
07/02/2015)
No hay comentarios:
Publicar un comentario