Me han contado que los
premios Nobel de literatura Pablo Neruda (1971), Gabriel García
Márquez (1982), Naguib Mahfouz (1988), Camilo J. Cela (1989),
Kenzaburo Oé (1994), Günter Grass (1999), Mario Vargas Llosa (2010)
y otros autores como Joan Brossa, Rafael Alberti, Vladimir Nabokov,
Miguel Hernández, Humberto Eco y Manuel Vázquez Montalbán, por
ejemplo, eran o son aficionados al fútbol, aunque sin definir
exactamente el término aficionado. Algún artículo, algún ensayo,
algún relato e incluso algún poema se les escapó para glosar las
aventuras de los peloteros y de sus campos de batalla. Alguna vez
dirían por escrito que eran del Boca o del Cádiz, o utilizarían
esa disciplina para enmarcar una denuncia social, como el egipcio
Mahfouz o el barcelonés Vázquez Montalbán, aunque para esto el
boxeo, como se sabe, ha dado mucho más juego.
No obstante, que el
escritor profesional pueda ser a la vez no un observador que utiliza
un entorno determinado y sus protagonistas para producir una más de
sus obras, sino un seguidor sectario de eso que llamábamos balompié
parece poco probable; y no escribo imposible, por tratarse de
escritores, gente rara, capaces de cualquier excentricidad.
Hablo de escritores y no
de otros oficios o maneras de vivir el tiempo. No, no creo que sean
compatibles el delirio fangoso y gritón, la perennidad de la
infancia con todos sus defectos y todas sus disculpas, con el
ejercicio, no sé si más saludable, de darle corporeidad a las ideas
para que vuelvan, a través de la palabra, a disolverse en otras
almas.
Obviamente, hay
excepciones: Blue Jeans, novelista muy cotizado por las adolescentes
es bético confeso, A. García Barbeito, sevillista carpetovetónico
y algunos más pero, como escribió Jorge Luis Borges, tras la final
de 1978 en la que su país ganó la Copa del mundo: ”¿Acaso alguno
de ustedes piensa que ser de Argentina es mejor que ser de Holanda?”.
Eso es estar ciego.
La teoría excluyente que formulo es que quien
identifica la vida con una camiseta, no encuentra lugar entre
escupitajo y odios rivales para escribir con sentido; y lo afirmo
sabiendo que hay buenas obras sobre la hierba verde y los
calzoncillos: El delantero centro fue asesinado al atardecer,
de Manuel Vázquez Montalbán (una de las novelas de la serie
“Carvalho”); parte de Mi siglo, de Günter Grass; El
fútbol, mitos, ritos y símbolos, de Vicente Verdú; San
Isidro, Fútbol, de Pino Cacucci; y otras muchas pero, en ninguno
de estos casos, la persecución extenuante del balón deja de ser
únicamente el pretexto, o simplemente algo de lo que hablar. Ni
siquiera El hijo del futbolista, del
onubense Coradino Vega tiene que ver estrictamente con el fútbol.
Como dijo Henning Mankell, “un buen partido es una buena
historia”: Con esto sí estoy de acuerdo.
Otra cuestión es la
figura del escritor deportista y viceversa. Aquí sí que hay nombres
y testimonios convincentes. El premio Nobel Albert Camus fue portero
del Racing Universitaire de Argel; algunos futbolistas dedican
su tiempo libre a escribir con regularidad y, en otros deportes, me
consta que magníficos poetas han practicado esgrima, yudo, rugby o
balonmano. Hacer deporte dicen que es sano, y no seré yo quien lo
contradiga, por ahora al menos, pero gritar como un energúmeno,
celebrar como si te hubiese tocado la lotería que un equipo no baje
de categoría o le gane al rival, poner en peligro la estabilidad
familiar o laboral porque un niñato maleducado y presumido haya
acertado o no a meter la pelotita entre los palos, no me parece
compatible con las ensoñaciones regladas de la literatura.
Hasta aquí llega mi
opinión sobre las criaturas capaces de crear una obra literaria y el
fútbol capaz, como se sabe, de parar corazones y de producir algo
parecido a la felicidad. También es verdad que mis datos no son
demasiados y en absoluto imparciales, pero vivo, hablo, tengo amigos
y cuñados, frecuento la diversidad de los seres humanos y sigo
estudiando cómo se elabora, gesta, produce, vive y se alumbra un
libro bien armado, sólido, sin resquicios y me parece que no se
puede estar pendiente de los errores de Ronaldo mientras tu Ana
Ozores, tu Zalacaín, tu Augusto Pérez, la viuda de Mario e incluso
tu Gran Gatsby esperan que les resuelvas también sus vidas.
De todas formas, también
es verdad que el fútbol es más barato y, en general, menos
peligroso que otras drogas (esto que nos ahorramos con respecto a los
artistas de principios del siglo XX), que sirve para sublimar los
problemas personales y que genera puestos de trabajo para honestos
jardineros, taquilleros y fisioterapeutas. Asimismo, hace que las
ciudades y las familias sin historia puedan sentirse orgullosas, que
los niños contribuyan a la renovación del mobiliario urbano y que
nuestra picaresca y los tópicos de alemanes, brasileños, ingleses e
italianos no hayan muerto del todo, aunque aquel de la furia española
esté ya casi olvidado.
Confieso, a pesar de
todo, que me intereso por los resultados del Recre y que tengo un
corazón moderadamente blanco que no me impide disfrutar de la
rotundidad de Mascherano, pero tampoco he escrito todavía Cien
años de soledad.
(HuelvaYa,
16/11/2014)
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