He crecido con las
medallas de Paquito Fernández Ochoa, con el recuerdo de Joaquín
Blume, con la figura de Gálvez y el billar y con Paulino Uzcudum,
aunque después vinieran Pedro Carrasco y muchos más. Pero nadie me
habló, en mi juventud, del esquí, del billar y del boxeo. En el
colegio se hacía una especie de gimnasia sueca y nos daban un balón
para que corriéramos o corrieran; luego, llegó el baloncesto.
Escribo esto a propósito
de la promoción de cada deporte, de la consideración de sus
triunfos, según se trate de una disciplina u otra y es necesario
recordar que primero fue el fútbol y, después, Zarra o Casillas.
Hoy el fútbol lo inunda
todo, es un tsunami que, en su caótico curso, arrasa y sepulta los
llamados deportes minoritarios que, si lo son cuantitativamente, no
lo son en su dedicación, intensidad y desarrollo.
Un tirador de esgrima,
una jugadora de bádminton o un arquero pasan horas y horas
preparándose, sin exclusividad, para ser los mejores. En sus
rutinas, están los entrenamientos y el estudio o el trabajo y la
familia. Y algunas, llegan a ser campeonas del mundo, como nuestra
Carolina.
Los judocas, los
levantadores o los ajedrecistas dedican mucho más tiempo a su
actividad que los mediocres jugadores de fútbol. Y los diferentes
códigos éticos de cada disciplina no permiten escupir en los
terrenos de juego o enfrentarse a los árbitros.
Cito estos deportes, como
podría citar otros que no aparecen en las pantallas mayoritarias y
que únicamente la prensa local se hace eco cuando algún aborigen
triunfa.
Creo que ha llegado el
momento de valorar y dar publicidad a los deportes minoritarios. No
me refiero, ingenuamente, a cambiar las políticas de los negocios
que se miden por el número de consumidores, que generan publicidad e
ingresos, sino a las entidades públicas que, como obligación,
deberían tener la promoción de cuantos deportes de los llamados
minoritarios se practican en el ámbito de sus competencias. Y que
esta promoción se hiciera en función de la rentabilidad educativa
que producen, no solo en función del entretenimiento o la alienación
previsibles.
Durante veinticinco años
practiqué uno de esos deportes, tuve buenos y malos momentos, pero
aprendí que esforzarse tiene su recompensa, que el respeto al
compañero, llamado adversario, es fundamental, que tras cada triunfo
puede llegar una derrota, que todos los maestros son respetables, que
uno nunca sabe adónde puede llegar, que nadie debe usar aquello que
le distingue o que le sobra para abusar de los demás, que el sudor
es saludable, que la constancia es casi tan buena como el talento y
que se respira y se duerme mejor cuando tu cuerpo ha trabajado. Todo
esto entre otras muchas cosas que parece innecesario enumerar.
No todas las disciplinas
producen los mismos beneficios, pero allí donde haya un interés,
una intención y una escuela debería albergarse una promoción
fuerte, distinta del fútbol, de la que ya se encargan las grandes
empresas.
(HuelvaYa, 28/09/2014)
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