Tras la noche
de farra o desencanto, doña Antonia y la Vane han llegado a la piscina. Sin
despojarse del pareo, con tintas pintureras en las cejas y alguna crema que poco
disimula, se encaminan al borde, con zapatos perlados o con chanclas de ocasión
plateadas. Un titubeo; y, con sumo cuidado, descalzan sus pies de uñas bien
pintadas por la noche e introducen el miembro, entiéndase que el pie, en el
agua, supuestamente limpia hasta el momento: Uy, qué fría está, exclaman; y
vuelven a calzarse con delicado desagrado.
Cada día, en
cada hotel, en cada comunidad, aparecen antonios y vanessos que no entienden
que no pueden meter sus pies juanetudos y vejucos, o jóvenes y callosos del
andar descalzos en un lugar común que hemos de usar todos, en donde abrimos las
bocas para nadar a brazas, en donde se bañan bebés y embarazadas, en donde se
abren los ojos para bucear bajo el agua.
Pero la gran
bañera está llena también de gente muy limpia, que se ducha siempre antes de
usarla, que no grita con su hijo pequeño mientras le enseña a nadar, que no se
tira en bomba, que no cambia al bebé junto a quienes, en ese momento, se toman
su bocadillo de la tarde, que no dejan sus toallas al amanecer para reservar
ese sitio que reza en muchos carteles que
no puede reservarse sin presencia y que, definitivamente, ha entendido
que el respeto empieza por no obligar a los demás a que nos soporten.
Como el lector
ha comprendido, hablo de toda la costa,
de todas las piscinas y, por lo menos, en el caso curioso de la prueba
termostática del pie, de todos los hoteles por mucha categoría que estrellen.
Algo distinto
es hablar de la estética, pero este asunto solo sirve para que, en positivo,
todos tengamos con quienes compararnos, para salir ganando.
Así es el
verano, que la desnudez no es únicamente lo que el traje de baño no oculta o no
quiere ocultar, sino lo que las voces, los comportamientos, los usos, las
formas de relacionarse y de beber nos descubre y, casi siempre, a pesar
nuestro.
(HuelvaYa, 19/07/2014)
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