Hace mucho tiempo, un amigo que
militaría en los pesos pesados de cualquier deporte de lucha llamó
a la policía para evitar que un vecino enajenado le hiciese llegar a
las manos, mientras estaba descargando algunos bultos de su coche en
una calle solitaria. La policía acudió y, antes que nada, multó el
vehículo mal estacionado de mi amigo y dejó que el provocador se le
escapara.
Veinte años después, los municipales
que pasaban por la puerta de un hospital le hicieron retirar su
vehículo cuando iba a recoger a un enfermo, porque también estaba
mal aparcado. Y me decía que, antes y ahora, la policía local nos
suele asombrar con su invariable ineptitud: Coches amontonados en los
alrededores de los campos de fútbol los días de partido, ciudadanos
que se juegan la integridad física para salir de su garaje porque, a
dos pasos de una comisaría, se sigue aparcando impunemente en doble
fila y calles cortadas para que los menores puedan beber alcohol
tranquilamente.
Me decía que si esta conducta fuera
la consecuencia de una precisión justiciera, o incluso de una
voracidad recaudatoria, la comprendería; pero no es así: Con las
multas que se pueden poner, si se cobraran, se tendría suficiente
para sanear más de una partida de los presupuestos; pero es que se
trata de un nuevo concepto de incompetencia que nace de no saber a
quién contentar. Es decir, de trabajar no de acuerdo a unas
determinadas directrices o exigencias, sino de moverse conforme al
deseo de unos orientaciones cuya finalidad es ganar votantes
ocasionales y no hacer una verdadera política. Lamentablemente, no
solo ocurre en la policía; los desorientados son muchos, pero a ver
quién se atreve a demostrarle a la administración pública que la
eficacia es más importante que la fidelidad.
Y fue entonces cuando mi amigo se hizo
objetor de tráfico y partidario de la multa del euro, que consistía
en cometer la misma infracción, sin necesidad, ene veces y
dividir el importe de la improbable sanción por el número de
faltas. Decepcionado, me comentaba lo tendenciosa que era la ley con
quien intentaba cumplirla y se equivocaba solo una vez: Este paga,
acata y ve cómo los taxistas y los ciclomotores se saltan los
semáforos en rojo o los conocidos aparcan de aquella manera. Quien
cumple es quien debe temer, nunca el infractor profesional.
Ahora le comprendo. Lo que tampoco
entendía era por qué la autoridad incompetente invita a utilizar
los transportes públicos para ir al trabajo y anima los fines de
semana a exhibir el mal gusto y los watios de más de algunas
discotecas móviles.
Aquel hombre me aseguró que era todo
lo que le había pasado en treinta años de carné, pero que ya
estaba harto de que a los conductores de las cantinas de cuatro
ruedas no se les sometiera a ninguna prueba de alcoholemia,
conociendo el proveedor, el destino y las puertas de salida. Y que se
hacía objetor.
Pues yo, le respondí, te dejo, que
tengo que ir a pagar el impuesto de circulación, que me he pasado
unas hora y me ha dicho el banco que ya lo llevo con recargo.
(HuelvaYa, 12/07/2014)
No hay comentarios:
Publicar un comentario