Probablemente
se busca en la literatura o en el arte esa fantasía necesaria que la
existencia de cada día no proporciona. O ese olvido. Pero parece que
la obligación más común es mantenerse con los pies en la tierra y,
por eso, se encomienda la tarea de soñar y de contar los sueños a
los artistas, a los narradores y a los poetas. Seres humanos, al fin,
que intentan convertir en oficio lo que muchas veces constituye su
pura esencia.
Lo
cierto es que la literatura, y el arte en general, tiene la delicada
misión de dirigirse a una parte incompleta del conocimiento o de la
sensibilidad, para convertirse momentáneamente en el yo auténtico.
“Es la manera más agradable de ignorar la vida”, que escribía
Pessoa; aunque, en ocasiones, no se pueda ser otra cosa que lo que se
escribe, como apuntaba Virginia Wolf “Nada es real si no lo
escribo”.
Entre
los lectores y los encargados de dar forma para el consumo a estas
emociones o historias suele existir una dependencia recíproca de
curiosidad y envidia. Por una parte, en cada escritor hay un lector
que lo forma y lo sustenta y, al mismo tiempo, una pregunta por el
perfil verdadero de sus lectores. Por la otra, existe una frecuente
admiración por quien es capaz de traducir los pensamientos propios
en palabras y, por desgracia, alguna exploración sobre sus datos
personales, como si se pudiera mantener todavía el dicho de dime
cómo vives y te diré cómo escribes, o viceversa. Desde mi punto de
vista, es una relación equivocada, porque de lo no cabe duda es de
que el creador es un individuo complejo que intenta llevar al lector
los exudados de su visión del mundo, pero si no recordamos que el
artista lo es sólo cuando crea, nos encontraremos con enfoques
viciosos, que nada tienen que ver con la literatura.
El
Faro, 15/2/2006
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