Parece
ser que, en ocasiones, acercarse a los demás es tanto como alejarse,
tanto como percibir las diferencias individuales. Profundizar en la
historia de los pueblos puede ser parecido, un ejercicio de
hermanamiento, al tiempo que lo es también de identificación.
Durante
unos días, mi estancia en una pequeña localidad me ha recordado
que, aunque el mundo no sea exactamente un pañuelo, cada vez es más
difícil creer que existe cualquier tipo de independencia. Acercarse
no es una opción en sí misma, sino una exigencia de la
contemporaneidad.
Si
los medios de comunicación son el reflejo de nuestra sociedad, quizá
se deba deducir que la solidaridad en la que se ha avanzado no está
entendida desde un punto de vista estrictamente ideológico o
humanitario, sino desde el convencimiento de que todos estamos
vinculados por algún tipo de relación. De tal manera que el mismo
público que devora las curiosidades sobre Naomi Campbell es el que
se vuelca en los maratones para ayudar a los niños víctimas del
último huracán. Quizá sea una cuestión de vecindad más que de
sentimientos.
La
situación ha cambiado considerablemente. Aquellos brillantes diseños
de objetos de decoración de Alessi o los de los bolsos y zapatos de
Gucci y los divertidos complementos para vestir de Benetton llegaban
antes de Italia de la mano de alguna amiga viajera. Los vinos de
burdeos o los beaujolais eran privilegio de unos pocos, que
alardeaban de su buen gusto y de la posibilidad de adquirirlos. Los
almacenes Harrolds, las rebajas de Londres, el aeropuerto Gatwick, la
arquitectura de Alvar Aalto, en Helsinlki, la filarmónica. Todas
estas cosas estaban en el extranjero, otros países, otros idiomas,
otras monedas, otra manera de hacer las cosas. Lejos.
Pero
actualmente pueden comprarse los mejores productos de Frankfurt en
los grandes almacenes y en muchos restaurantes se puede pedir goulash
o saborear un salmón excelente. Los bancos europeos han abiertos
sucursales no sólo en las ciudades más importantes, la ropa se
puede comprar sin moverse de casa y la distancia, el misterio y la
ignorancia sobre las regiones más recónditas de nuestro planeta han
ido desapareciendo gracias a los medios de comunicación, cada vez
más accesibles y más globales.
No
se trata de una igualación en términos absolutos, pero sí de una
concepción doméstica del mundo, de una forma de creerse que todos
estamos más cerca de todos.
Y
esta idea de comunidad nos hace converger en muchas cosas. No solo
han disminuido las diferencias en la alimentación, en el calzado, en
la ropa, en los momentos de ocio, en la música o el cine, en las
costumbres, en las lenguas y en las expectativas generales, sino que
el mundo parece caminar en una dirección única y los que, por
diversas razones, no queremos aceptar esta obviedad, somos realmente
los únicos marginados.
Los
mejores museos, las publicaciones, conversar con los antípodas, todo
es posible con una simple conexión a internet. Ni siquiera es
necesario tener altos conocimientos de informática. Quizás ahora el
mundo sea más un pañuelo que nunca.
No
obstante, la comunión de la cultura parece más difícil, entre
otras razones porque no corren buenos tiempos para los asuntos de
esta naturaleza, y frente a la posibilidad de consultar legajos de
cualquier rincón del mundo, está el sello inconfundible de cada
lugar que hizo nacer a sus genios y justificó sus obras. El paisaje
delata el paisanaje: Dostojewsky siempre será ruso; Le Courbusier,
suizo; Shakespeare, inglés y Federico García Lorca, de Granada. Y
existirá solo una Florencia. Y Andalucía se asociará a Picasso y a
Juan Ramón Jiménez y a los Machado. O quizás a Lola Flores o a
Belmonte, Averroes o Falla. Y a tantos otros únicamente de esta
tierra. La identidad indestructible es la de las piedras, la de la
historia, la de la arquitectura, la de las páginas llenas de
sentimientos e ideas, la del folclore y la de aquella sinfonía que
solo pudo nacer en un otoño inigualable de Viena.
Cuando
veamos la osadía de Eiffel, el señorío de los Pitti o la judería
cordobesa no habrá duda sobre en qué país nos encontramos. Cuando
veamos que la gente se abre y te ofrece su mano y es plural y
divertida y no le importa el color de la piel, la religión ni el RH,
porque ella misma es consciente de que su inmensa riqueza nació del
mestizaje, sabremos que se trata del sur. Y si se vive la calle y los
hombres de luz ofrecen su mano grande, y un sabor del Islam, un
motivo romano o un vestigio tartéssico nutren los esteros y la
música, estaremos seguramente en Andalucía.
Ante
la sucursal de una multinacional bancaria y ante la iglesia de San
Roque de Arjonilla recuerdo que, frente al euro que apisona y emula,
la cultura distingue y enriquece, y se convierte, para siempre, en la
verdadera y única seña de identidad.
(Publicado
en varios medios)
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