Gracias a María Galiana
y a Benito Zambrano* por haber reivindicado, no sé si
intencionadamente, la libertad de hablar en nuestra modalidad
lingüística andaluza y recordar de paso, a tanta gente, que la
fonética, cuando no coincide con la propia, no denota una
preparación inferior, sino una expresión distinta. Nada más.
Algunos habitantes de la
península, entre ellos los de la gran ciudad europea donde se
celebró la última gala de entrega de los Goya*, tienen dificultades
para denominar nuestra lengua con su nombre de español, como hacen
franceses, ingleses, italianos, alemanes, rusos, polacos y tantos
otros con las suyas. Por razones no científicas, en el artículo
tercero de la Constitución se da el nombre histórico de castellano
a la lengua oficial del Estado y parece que cuesta aceptar que ese
idioma, cuarto del mundo (después del chino, el inglés y el hindi),
tenga variaciones en su uso capaces de convivir en armonía con el
sistema original. Pero ninguna variedad es superior a otra; se trata
únicamente de un problema de mala reputación. Por eso quizá haya
podido parecer chocante que un manchego y un andaluz hayan obtenido
tantos premios de la Academia.
Así
son las cosas; la historia del sur está llena de luces: Picasso,
Góngora, Lorca, Arias Montano, Ben Bassó, Averroes, Maimónides,
Séneca, Bécquer, Isidoro de Sevilla, García Morente, Turina,
Martínez Montañés, Aníbal González, Juan Ramón Jiménez, los
Machado, Falla, Cernuda, Herrera, Alberti, Velázquez, Muñoz Molina,
Caballero Bonald y muchos otros personajes que, en sus respectivas
genialidades, hablarían o hablan un andaluz como el nuestro;
andaluces como el paisano de Benito Zambrano, Elio Antonio de Nebrija
que, en 1492, fue el autor de la primera Gramática
de la
Lengua Castellana,
pese a las críticas de Juan de Valdés, que arremetía contra él
porque "hablaba y escrivía como en el Andaluzía y no como en
Castilla".
La verdad es que cuando
Valdés quiso fundamentar su ataque no encontró prácticamente
razones lingüísticas, como habitualmente les sucede a quienes,
después de acusar a alguien por su acento, no resistirían una
expresión comparativa por escrito o el somero análisis del uso
normativo de los pronombres personales átonos, por ejemplo. No es
corriente oír a los andaluces decir "la traje un regalo" o
"lo dieron una bofetada", en esta tierra no somos laístas,
leístas o loístas; sin embargo, es demasiado frecuente oír a
presentadores y a cómicos, a veces muy populares, cometer estos
errores.
Durante años Manuel
Alvar, Rafael Lapesa, J.Mª Vaz de Soto, M. Bustos Tovar, Juan A.
Frago, Miguel Ropero, A. Narbona, Pedro Carbonero y muchos
cualificados profesores y lingüistas se han esforzado por transmitir
que la variante del español que conocemos con el nombre de "hablas
andaluzas" no es una modalidad inferior, procede del castellano
como este procede del latín (por eso puede llamarse dialecto) y, si
todo sigue igual, “si no sufren alteración las condiciones
actuales –y me refiero a condiciones sociales, principalmente de
prestigio, de aceptación, de tolerancia-, a la vuelta de doscientos,
de trescientos años, la oleada andaluza habrá alcanzado la costa
cantábrica y la actual pronunciación del castellano será una
reliquia rastreable por los dialectólogos en algunos escondidos
valles de montaña”, como se atrevió a pronosticar Gregorio
Salvador en 1963.
Se podría decir que el
vaticinio del académico granadino va por buen camino: Quienes
utilizamos esta lengua común que permite que los habitantes de las
diecisiete autonomías españolas nos comuniquemos, somos
mayoritariamente yeístas, aspiramos algunas consonantes en posición
implosiva (al final de sílaba) y el español de América comparte
más rasgos con la andaluza que con ninguna otra comunidad. No
debería ser necesario seguir reivindicando esta obviedad.
Pero cualquier persona
es capaz de opinar, discutir, pontificar sobre el carácter de
nuestra forma de hablar. Estas personas no se atreven a negar un
diagnóstico a sus médicos, explicar la forma de tratar la madera a
un ebanista o discutir la composición de un medicamento a un
farmacéutico. No lo hacen y, si lo hicieran, sería muy educativo
oír las respuestas de estos profesionales ante este tipo de
intrusismo.
Por lo visto, los
filólogos no tenemos el derecho de poder opinar, con la misma
autoridad que un médico, un ebanista o un farmacéutico en sus áreas
respectivas, de los temas que nos competen, aunque siempre nos quede
la opción del silencio, único argumento útil para los ignorantes.
Pues sí, los andaluces
no hablamos mal, el seseo, que empezó a gestarse en Castilla antes
de la conquista de Sevilla (1248) por Fernando III (cuyas huestes
eran, por cierto, castellano-leonesas) y el ceceo no son horribles
vicios -ambos fenómenos son idénticos desde el punto de vista
lingüístico, aunque el primero tenga mayor consideración social
que el segundo-, el yeísmo es hoy una característica de más
cuatrocientos millones de hispanohablantes y la aspiración de las
eses finales que marcan los plurales se vislumbra como la alternativa
más seria al procedimiento del español estándar.
Existe
un andaluz vulgar, como existe un murciano y un castellano vulgares;
pero también existe un andaluz culto que no tiene nada que ver con
las caricaturas de televisión, que no confunde la r con la l, que no
pronuncia las ch con excesiva fricatización, que no duplica las
consonantes; es el registro de las personas del sur que están en
nuestras instituciones, que han conseguido una preparación con los
recursos de nuestra tierra, o fuera de nuestras fronteras, personas
que un día ganan un Goya, otro alcanzan un premio Nobel y otros se
convierten en genios de la pintura universal. Son nuestras gentes de
Andalucía, cultas, capaces, profesionales, pero que hablan como en
su pueblo, como en su ciudad, con todo el derecho y el orgullo del
mundo.
(Publicado en varios medios)
*Premios Goya de 2000
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