No quiero que te vayas
dolor, última forma
de amar.

Salinas, P: La voz a ti debida, 1933


martes, 4 de febrero de 2014

La enseñanza de la literatura

 
Aún recuerdo el trato que daban los libros de texto del franquismo a los autores literarios no adictos al Régimen. Por ejemplo, escribían de Neruda: “es de ideología comunista, lo que no quita que sea un gran poeta”, y se le despachaba con once líneas en un volumen de más de cuatrocientas páginas para los alumnos de Preu. A pesar de todo, le leíamos, aunque lo que se exigía a los estudiantes era una simple Historia de la Literatura, basada únicamente en títulos y fechas.
También conocíamos a Antonio Machado, de quien escribió Laín Entralgo: “Fue el malogro –delicado, admirable- de un magnífico poeta cristiano”. Imagino que este dato sería importantísimo para saber si era pecado leerlo. Y estaban tantos otros, enterrados, exiliados, extranjeros, universales. En este aprendizaje no había habido espadañistas ni garcilasistas, argucias de Barral, ni experimentalismos, sino un censor eclesiástico que sellaba con su Nihil Obstat las obras decentes y un juramento de fidelidad a los principios del Movimiento Nacional.
Se pasó después, en la democracia incipiente, al extremo opuesto. El carácter revolucionario primaba sobre otros juicios y aparecieron nombres que no han tardado en desvanecerse. Algo similar pasó en el feminismo que, de no existir, intentó con exageraciones nivelar una balanza claramente descompensada y se asienta ahora en lo que parece lógico, la igualdad. Pero me temo que en la literatura no ha sido así, sino que a los escritores de la segunda mitad del siglo veinte se les ha ignorado y en la mayoría de los cursos “preuniversitarios” se alcanza la posguerra como máximo, con el pretexto de que no se puede abarcar tanto en menos de noventa horas de docencia, compartidas, además, con la enseñanza de la Lengua.
Quizá sea el momento de hablar, sobre todo, de los valores que hacen que un producto sea literario y de los que lo hacen digno de ser resaltado, de elaborar un inventario riguroso de obras en las que escudriñar y con las que gozar; y de evitar así que los nombres, que los hombres, con sus fragilidades, nos lleven a emitir sentencias que nada tienen que ver con el talento y que sólo pueden servir para desorientar y desorientarnos, una vez más.


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