Aún
recuerdo el trato que daban los libros de texto del franquismo a los
autores literarios no adictos al Régimen. Por ejemplo, escribían de
Neruda: “es de ideología comunista, lo que no quita que sea un
gran poeta”, y se le despachaba con once líneas en un volumen de
más de cuatrocientas páginas para los alumnos de Preu. A pesar de
todo, le leíamos, aunque lo que se exigía a los estudiantes era una
simple Historia de la Literatura, basada únicamente en títulos y
fechas.
También
conocíamos a Antonio Machado, de quien escribió Laín Entralgo:
“Fue el malogro –delicado, admirable- de un magnífico poeta
cristiano”. Imagino que este dato sería importantísimo para saber
si era pecado leerlo. Y estaban tantos otros, enterrados, exiliados,
extranjeros, universales. En este aprendizaje no había habido
espadañistas ni garcilasistas, argucias de Barral, ni
experimentalismos, sino un censor eclesiástico que sellaba con su
Nihil Obstat las obras decentes y un juramento de
fidelidad a los principios del Movimiento Nacional.
Se
pasó después, en la democracia incipiente, al extremo opuesto. El
carácter revolucionario primaba sobre otros juicios y aparecieron
nombres que no han tardado en desvanecerse. Algo similar pasó en el
feminismo que, de no existir, intentó con exageraciones nivelar una
balanza claramente descompensada y se asienta ahora en lo que parece
lógico, la igualdad. Pero me temo que en la literatura no ha sido
así, sino que a los escritores de la segunda mitad del siglo veinte
se les ha ignorado y en la mayoría de los cursos “preuniversitarios”
se alcanza la posguerra como máximo, con el pretexto de que no se
puede abarcar tanto en menos de noventa horas de docencia,
compartidas, además, con la enseñanza de la Lengua.
Quizá
sea el momento de hablar, sobre todo, de los valores que hacen que un
producto sea literario y de los que lo hacen digno de ser resaltado,
de elaborar un inventario riguroso de obras en las que escudriñar y
con las que gozar; y de evitar así que los nombres, que los hombres,
con sus fragilidades, nos lleven a emitir sentencias que nada tienen
que ver con el talento y que sólo pueden servir para desorientar y
desorientarnos, una vez más.
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