No quiero que te vayas
dolor, última forma
de amar.

Salinas, P: La voz a ti debida, 1933


lunes, 3 de febrero de 2014

El artista y el hombre


”El hombre es un dios cuando sueña, un mendigo cuando piensa” escribía Höelderlin. Probablemente se busca en el arte, en la literatura o en el cine esa fantasía necesaria que la vida de cada día no proporciona. Pero la exigencia común es mantenerse con los pies en la tierra, y así se ha encomendado la tarea de soñar y contar los sueños a los artistas, a los narradores, a los poetas.
Se podría decir que la literatura y el arte en general, tiene la delicada misión de dirigirse a esa parte incompleta del conocimiento o de la sensibilidad. Es el sucedáneo de nuestro yo auténtico. Y que los encargados de dar forma para el consumo de estos sentimientos, emociones, historias fantásticas, pensamientos o ideas son los artistas, los escritores -si nos referimos únicamente a la literatura-, importantes como origen pero que, en los mejores casos, quedan relegados a un segundo lugar por sus propias obras.
No obstante, desde que la obra literaria fue declarada objeto de estudio, la curiosidad sobre la vida de los autores ha estado presente, como si pudiera mantenerse el dicho de dime cómo vives y te diré cómo escribes, como si se obviase el principio de que el artista lo es solo cuando crea.
Argumentos que abarcan desde las justificaciones autobiográficas de Georges May o las afirmaciones de Mukarovsky, que opina que "el arte es capaz de caracterizar y representar una época mejor que cualquier otro fenómeno social", dan la razón a quienes consideran al autor una parte fundamental del mensaje literario. Y obviamente lo es, pero no hasta el extremo de confundir los campos de investigación. Estudiar la obra es tarea de filólogos, pero estudiar la vida o la época, científicamente, debe ser tarea de los historiadores, aunque estos lo sean de la literatura.
Cuando la curiosidad se centra en actividades personales que nada aportan al producto artístico, filiaciones políticas, actos íntimos y otras intrigas extraliterarias, el espacio informativo que debería reservársele pertenece a un campo que poco tiene que ver con la cultura.
Y es que parece muy difícil admitir que el poeta y el hombre son dos caras de la misma entidad, que no tienen por qué ir unidas ni enfrentadas, aunque muchas veces se condicionen mutuamente.
Cuando el hombre vence al artista, se habla de quien pudo haber sido y tantas veces no es; cuando el artista vence al hombre, se habla, a veces, de comportamientos extraños, vidas escandalosas y decisiones inesperadas. Pero la verdad es que cada plano juega en su terreno respectivo. Y no hay razones inocentes para confundirlos.
En algunas ocasiones, el producto que admiramos es la consecuencia de una personalidad alterada. No en vano son múltiples las versiones que circulan sobre la "inspiración". Refiriéndonos exclusivamente a la poesía, están por un lado Gonzalo de Berceo, que pedía la inspiración a Dios Padre o a Jesucristo; los místicos españoles, "iluminados"; Victor Hugo, que decía que a veces los hombres se sentían ajenos a lo que habían escrito como poetas; las conversaciones de Goethe y Eckermann, cuando el primero confesaba que, en ocasiones, no tenía ni idea de lo que iba a escribir, sino que se le ocurría de repente y exigía ser escrito, instintivamente; las declaraciones de Rainer María Rilke a Maurice Betz, en las que expresaba que siempre había escrito muy de prisa, obedeciendo en cierto modo a la improvisación de un ritmo que buscaba a través de él su forma viviente; Arthur Rimbaud, que hablaba de alucinaciones; el "duende" de Federico García Lorca; el "dios deseado y deseante" de Juan Ramón Jiménez; los sueños de Georges Sand; la escritura automática de los surrealistas; y tantos otros ejemplos que, si no nos ciñéramos a la literatura, se harían aún más numerosos.
También es conocida la ambigüedad del Marqués de Santillana, que nos habla de "afección divina" y "celo celeste" por una parte y de "fermosa cobertura" por otra; o de Juan del Encina; y el punto de vista de quienes consideran la poesía como un "mester". Estos son los casos de Paul Valéry, que hablaba de escribir sólo por entusiasmo, además de hacer suya la célebre respuesta que Mallarmé le dio a E. Degas, cuando este se lamentaba de que no podía escribir versos a pesar de estar lleno de ideas: "La poesía no se hace con ideas sino con palabras"; o el mismo Baudelaire, que aconsejaba a los jóvenes poetas que trabajaran y trabajaran porque, según él, la inspiración solo aparece tras horas y horas de aplicado trabajo, siempre y cuando, ¡además!, se lleve una "vida sana". (¡Nunca he entendido cómo podía decir estas cosas el autor de Las flores del mal!, comenta José Hierro a propósito de estas declaraciones).
Es evidente que ni en poesía ni en nada basta con el trabajo. Para muchos la solución ha estado en el ajenjo, el champán, el haschich, el opio, la mescalina, el LSD u otras drogas, o el simple alcohol -recordemos los casos de Verlaine, Rubén Darío, Baudelaire, Cocteau, Michaux, Edgar Allan Poe, la Generación Beat y otros- para "provocar la llegada de la inspiración"; pero incluso algunos de los autores citados reconocieron que los efectos de esos modificadores de la consciencia no eran los más propicios para la creación poética; por eso, habría que incardinar estos casos dentro del universo general de los seres humanos y considerarlos un notorio accidente, únicamente desde el punto de vista personal.
La inspiración puede ser provocada de manera natural por el ambiente; citando casos extremos podríamos recordar el olor de las manzanas podridas que necesitaba Schiller, el atuendo de monje, que a veces se ponía Balzac, el enorme caserón totalmente iluminado de Sören Kierkegaard, el absoluto silencio de Juan Ramón Jiménez o, simplemente, por la concentración y la paz necesarias para emprender cualquier tarea intelectual, por muy cerca del corazón que ésta se encuentre. Cuando Wellek y Warren dicen que se puede escribir en todo momento, con sólo ponerse a ello, están incurriendo igualmente en una exageración.
En todos los casos anteriores enjuiciamos la obra no por la acomodación de la situación creadora a nuestra propia vida, ni valoramos el resultado por la moralidad o el comportamiento familiar de los autores. Quien se inscribe en la historia del arte, de la literatura o de la cultura, no lo hace por su vida, sino por su obra.
Es probable que la metodología decimonónica, que se detenía en la persona antes que en la obra, siga observándose. Y, aunque este desequilibrio parece estar subsanado hoy, no siempre se tiene en cuenta la primacía del valor literario sobre el humano.
El hombre, siendo muy importante, no puede hacernos olvidar al artista. Si como decía Huidobro el poeta es un pequeño dios, solo lo será cuando está creando y precisamente por ello. Resulta muy difícil justificar el interés por sus infidelidades o el color habitual de sus calcetines.

  (Publicado en varios medios)

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