”El hombre es un dios
cuando sueña, un mendigo cuando piensa” escribía Höelderlin.
Probablemente se busca en el arte, en la literatura o en el cine esa
fantasía necesaria que la vida de cada día no proporciona. Pero la
exigencia común es mantenerse con los pies en la tierra, y así se
ha encomendado la tarea de soñar y contar los sueños a los
artistas, a los narradores, a los poetas.
Se podría decir que la
literatura y el arte en general, tiene la delicada misión de
dirigirse a esa parte incompleta del conocimiento o de la
sensibilidad. Es el sucedáneo de nuestro yo auténtico. Y que los
encargados de dar forma para el consumo de estos sentimientos,
emociones, historias fantásticas, pensamientos o ideas son los
artistas, los escritores -si nos referimos únicamente a la
literatura-, importantes como origen pero que, en los mejores casos,
quedan relegados a un segundo lugar por sus propias obras.
No obstante, desde que
la obra literaria fue declarada objeto de estudio, la curiosidad
sobre la vida de los autores ha estado presente, como si pudiera
mantenerse el dicho de dime cómo vives y te diré cómo escribes,
como si se obviase el principio de que el artista lo es solo cuando
crea.
Argumentos que abarcan
desde las justificaciones autobiográficas de Georges May o las
afirmaciones de Mukarovsky, que opina que "el arte es capaz de
caracterizar y representar una época mejor que cualquier otro
fenómeno social", dan la razón a quienes consideran al autor
una parte fundamental del mensaje literario. Y obviamente lo es, pero
no hasta el extremo de confundir los campos de investigación.
Estudiar la obra es tarea de filólogos, pero estudiar la vida o la
época, científicamente, debe ser tarea de los historiadores, aunque
estos lo sean de la literatura.
Cuando la curiosidad se
centra en actividades personales que nada aportan al producto
artístico, filiaciones políticas, actos íntimos y otras intrigas
extraliterarias, el espacio informativo que debería reservársele
pertenece a un campo que poco tiene que ver con la cultura.
Y es que parece muy
difícil admitir que el poeta y el hombre son dos caras de la misma
entidad, que no tienen por qué ir unidas ni enfrentadas, aunque
muchas veces se condicionen mutuamente.
Cuando el hombre vence
al artista, se habla de quien pudo haber sido y tantas veces no es;
cuando el artista vence al hombre, se habla, a veces, de
comportamientos extraños, vidas escandalosas y decisiones
inesperadas. Pero la verdad es que cada plano juega en su terreno
respectivo. Y no hay razones inocentes para confundirlos.
En
algunas ocasiones, el producto que admiramos es la consecuencia de
una personalidad alterada. No en vano son múltiples las versiones
que circulan sobre la "inspiración". Refiriéndonos
exclusivamente a la poesía, están por un lado Gonzalo de Berceo,
que pedía la inspiración a Dios Padre o a Jesucristo; los místicos
españoles, "iluminados"; Victor Hugo, que decía que a
veces los hombres se sentían ajenos a lo que habían escrito como
poetas; las conversaciones de Goethe y Eckermann, cuando el primero
confesaba que, en ocasiones, no tenía ni idea de lo que iba a
escribir, sino que se le ocurría de repente y exigía ser escrito,
instintivamente; las declaraciones de Rainer María Rilke a Maurice
Betz, en las que expresaba que siempre había escrito muy de prisa,
obedeciendo en cierto modo a la improvisación de un ritmo que
buscaba a través de él su forma viviente; Arthur Rimbaud, que
hablaba de alucinaciones; el "duende" de Federico García
Lorca; el "dios deseado y deseante" de Juan Ramón Jiménez;
los sueños de Georges Sand; la escritura automática de los
surrealistas; y tantos otros ejemplos que, si no nos ciñéramos a la
literatura, se harían aún más numerosos.
También
es conocida la ambigüedad del Marqués de Santillana, que nos habla
de "afección divina" y "celo celeste" por una
parte y de "fermosa cobertura" por otra; o de Juan del
Encina; y el punto de vista de quienes consideran la poesía como un
"mester". Estos son los casos de Paul Valéry, que hablaba
de escribir sólo por entusiasmo, además de hacer suya la célebre
respuesta que Mallarmé le dio a E. Degas, cuando este se lamentaba
de que no podía escribir versos a pesar de estar lleno de ideas: "La
poesía no se hace con ideas sino con palabras"; o el mismo
Baudelaire, que aconsejaba a los jóvenes poetas que trabajaran y
trabajaran porque, según él, la inspiración solo aparece tras
horas y horas de aplicado trabajo, siempre y cuando, ¡además!, se
lleve una "vida sana". (¡Nunca he entendido cómo podía
decir estas cosas el autor de Las
flores del mal!,
comenta José Hierro a propósito de estas declaraciones).
Es evidente que ni en
poesía ni en nada basta con el trabajo. Para muchos la solución ha
estado en el ajenjo, el champán, el haschich, el opio, la mescalina,
el LSD u otras drogas, o el simple alcohol -recordemos los casos de
Verlaine, Rubén Darío, Baudelaire, Cocteau, Michaux, Edgar Allan
Poe, la Generación Beat y otros- para "provocar la llegada de
la inspiración"; pero incluso algunos de los autores citados
reconocieron que los efectos de esos modificadores de la consciencia
no eran los más propicios para la creación poética; por eso,
habría que incardinar estos casos dentro del universo general de los
seres humanos y considerarlos un notorio accidente, únicamente desde
el punto de vista personal.
La
inspiración puede ser provocada de manera natural por el ambiente;
citando casos extremos podríamos recordar el olor de las manzanas
podridas que necesitaba Schiller, el atuendo de monje, que a veces se
ponía Balzac, el enorme caserón totalmente iluminado de Sören
Kierkegaard, el absoluto silencio de Juan Ramón Jiménez o,
simplemente, por la concentración y la paz necesarias para emprender
cualquier tarea intelectual, por muy cerca del corazón que ésta se
encuentre. Cuando Wellek y Warren dicen que se puede escribir en todo
momento, con sólo ponerse a ello, están incurriendo igualmente en
una exageración.
En
todos los casos anteriores enjuiciamos la obra no por la acomodación
de la situación creadora a nuestra propia vida, ni valoramos el
resultado por la moralidad o el comportamiento familiar de los
autores. Quien se inscribe en la historia del arte, de la literatura
o de la cultura, no lo hace por su vida, sino por su obra.
Es probable que la
metodología decimonónica, que se detenía en la persona antes que
en la obra, siga observándose. Y, aunque este desequilibrio parece
estar subsanado hoy, no siempre se tiene en cuenta la primacía del
valor literario sobre el humano.
El hombre, siendo muy
importante, no puede hacernos olvidar al artista. Si como decía
Huidobro el poeta es un pequeño dios, solo lo será cuando está
creando y precisamente por ello. Resulta muy difícil justificar el
interés por sus infidelidades o el color habitual de sus calcetines.
(Publicado en varios medios)
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