Mi
experiencia profesional me ha proporcionado un indicador muy
desagradable, especialmente después de las últimas noticias que lo
ratifican. Y es que la sociedad legal va más deprisa que la real;
dicho de otra manera, la sensibilidad de los poderes públicos y
políticos, de las administraciones y de las distintas ordenanzas es
mayor cuantitativamente que la que posee el pueblo llano, ya sea
individual o colectivamente considerado.
Hablo
de Marta*, de su tuenti y de su novio, de su edad, de sus compañeras
y de sus gustos, del afán de exhibirse de los jóvenes a través de
la red y de la impudicia de airear perfiles, lugares de encuentro,
“eventos” y supuestas amistades que son, como mínimo, tan
virtuales como el propio medio. Hablo del despertar adolescente y del
aprovechamiento de la ignorancia; de la inocencia y de la maldad.
Seguramente,
cuando se le hablaba de la violencia verbal a nuestra reciente
víctima, las excusas acudirían al rescate de Miguel. Seguramente,
tampoco ella escucharía a su familia y a sus profesores, todos tan
mayores y carcas. O quizás los escuchó y fue el verdugo quien se
cebó con la confianza y con la limpia mirada. Da igual. A veces digo
que mis alumnas me parecen maravillosas hasta que conozco a sus
novios.
La
culpa no es de internet, ni de los botellones. Quizá habría que
buscarla entre quienes siguen pensando que las niñas que tenemos en
casa son almas cándidas y que su mito erótico es Kent, o entre
quienes justifican la brutalidad verbal, normalmente masculina, o
entre esas mamás que llaman carácter al mal genio o esos papás que
llaman masculinidad a la simpleza.
Creo
que es la hora de no perdonar los gritos, los empujones y los celos
desmedidos; creo que hay que abandonar a los chulitos a su propia
suerte, que es que otros les parta un día la cara. Quien desobedece
todas las normas de su corto mundo de catorce años, cómo va a
respetar el código de la circulación y los derechos humanos unos
años más tarde.
Ojalá
nos enteremos todos de que la buena gente no se hace de un día para
otro y, sobre todo, de que el amor no tiene nada que ver con las
pretensiones de cambiar a quien nos interesa, aunque sea un gamberro,
un controlador enfermizo o un drogadicto. Es más fácil soñar que
se cambia, que hacer felices a quienes nos aman.
*Marta del Castillo
El
Correo de Andalucía, 16/02/2009
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