No quiero que te vayas
dolor, última forma
de amar.

Salinas, P: La voz a ti debida, 1933


jueves, 18 de julio de 2013

De lenguas


Siento un ligero azoramiento al volver a escribir sobre la importancia de las lenguas. En ocasiones, se intenta igualar su enseñanza a cualquier otra, y mi rubor se convierte entonces en hastío. Todavía. A diario el término lengua se incardina con otros como unidad, cultura, ancestros, pueblo, derecho, orgullo y, últimamente, se añaden comunidad europea, parlamento, traductores, combinaciones y presupuestos. Ni siquiera la actualidad es capaz de hacer desertar a los topos que no comprenden, a pesar de la edad, la profesión o el cargo, que en el idioma, y únicamente en él, está nada más y nada menos que el hombre. Equiparar su trascendencia a la de otras disciplinas, creer que sólo interesa a unos pocos, posponerlo a los temas probables es ceguera intelectual y desconocimiento de reglas tan elementales como la de que es la forma la que modela, cambia y hace posible el fondo.
No es una cuestión baladí llevar o no nuestras lenguas a Estrasburgo. Compañeras de los imperios, como decía Nebrija en el siglo quince, hay mucho más que palabras detrás de las palabras y, si no, recuérdese Roma; o véase el inglés de hoy.
Casi olvidado el romántico y no del todo desideologizado esperanto, las soluciones no parecen que estén en unificar, sino en abrir las puertas y enriquecerse con otros aires, con otra energía aunque, después, el sentido común prefiera el código que puede ser descifrado por cuatrocientos millones de personas a las vindicaciones nacionalistas sobre el particular en que no habría que reparar más, una vez aceptadas.
Cuando los políticos se preocupan por las lenguas, no se trata de “quincallería”, sino de una exigencia primaria para sentarse a jugar: Dejar muy claras las reglas, decidir si importan más las identidades que la rentabilidad.

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