Siento
un ligero azoramiento al volver a escribir sobre la importancia de
las lenguas. En ocasiones, se intenta igualar su enseñanza a
cualquier otra, y mi rubor se convierte entonces en hastío. Todavía.
A diario el término lengua se incardina con otros como unidad,
cultura, ancestros, pueblo, derecho, orgullo y, últimamente, se
añaden comunidad europea, parlamento, traductores, combinaciones y
presupuestos. Ni siquiera la actualidad es capaz de hacer desertar a
los topos que no comprenden, a pesar de la edad, la profesión o el
cargo, que en el idioma, y únicamente en él, está nada más y nada
menos que el hombre. Equiparar su trascendencia a la de otras
disciplinas, creer que sólo interesa a unos pocos, posponerlo a los
temas probables es ceguera intelectual y desconocimiento de reglas
tan elementales como la de que es la forma la que modela, cambia y
hace posible el fondo.
No
es una cuestión baladí llevar o no nuestras lenguas a Estrasburgo.
Compañeras de los imperios, como decía Nebrija en el siglo quince,
hay mucho más que palabras detrás de las palabras y, si no,
recuérdese Roma; o véase el inglés de hoy.
Casi
olvidado el romántico y no del todo desideologizado esperanto, las
soluciones no parecen que estén en unificar, sino en abrir las
puertas y enriquecerse con otros aires, con otra energía
aunque, después, el sentido común prefiera el código que puede ser
descifrado por cuatrocientos millones de personas a las vindicaciones
nacionalistas sobre el particular en que no habría que reparar más,
una vez aceptadas.
Cuando
los políticos se preocupan por las lenguas, no se trata de
“quincallería”, sino de una exigencia primaria para sentarse a
jugar: Dejar muy claras las reglas, decidir si importan más las
identidades que la rentabilidad.
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