Hace
meses, un conocido presentador de televisión equiparaba a los
participantes de Gran Hermano y a los de O.T., ya que –decía-
buscaban lo mismo, un futuro. Pues claro que todos buscamos un
futuro, los trabajadores en general, los que estudian doce horas
diarias para aprobar una oposición e, incluso, el autor de la frase.
Quizá quería decir que hay gente que ni siquiera busca su futuro y
esto, lamentablemente, es cierto. Pero la novedad es que la
televisión ha cambiado la manera de buscarlo.
El
medio está corrompido por tantos intereses que es difícil saber qué
sofisticadas decepciones nos reserva. Naturalmente se sabe que todos
los programas que alcanzaron una cuota de pantalla importante tendrán
sus segundas, terceras o sextas partes; que Canal Sur creerá, quizá
basándose únicamente en datos demográficos, que difunde la imagen
de Andalucía; y que será muy difícil evitar que personajes
ociosos, sin cultura, mal hablados y zafios griten sus debilidades en
lo que llaman horas punta.
Vistas
las cosas así, el presentador filósofo llevaba razón. Hay, por lo
visto, tres grupos de jóvenes, los que no mueven un dedo por
encontrar su dignidad, espectadores del esfuerzo ajeno y simbióticos;
los que la venden por dinero, creyendo que cualquier exhibicionismo
es un trabajo y también los que sueñan con hacerlo, que son los
principales consumidores de este tipo de entretenimiento y,
finalmente, los demás, que siguen creyendo en sí mismos y luchan
por un oficio, una carrera o un puesto de trabajo merecido, pero de
éstos no se ocupa la televisión.
En
cualquier caso, la sociedad no es la víctima de esta realidad, sino
la causa. No olvidemos que el aprendizaje verdadero radica en otros
lugares, como en la familia y el entorno, que sí podemos programar.
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