Que madurar sea decepcionarse, como me dijo hace años mi amiga Teresa
Gª Rosales, me parece una exageración. Que sea no sorprenderse, pues sí;
que sea no sonrojarnos, de acuerdo; y que sea acostumbrarse a que nos
fallen los que creíamos más fieles, puede. Pero decepcionarse es
demasiado; sería caerse del árbol de maduros, como le dije.
Y la verdad es que cada día aceptamos las barbaridades
más insospechadas con la más insospechada naturalidad: Atentados,
muertes, asaltos, fraudes y violencia. Tendríamos que hacer algo, se
comenta, pero la odiosa o ansiada monotonía nos sepulta con horarios e
imposibilidades y esperamos, no sin zozobra, el próximo sobresalto.
Dentro de este caos de sensaciones y sentimientos, la crueldad de cierto
oficio que llamaban periodismo, los constantes asesinatos domésticos,
la indolencia de muchos jóvenes, la arrogancia y las mentiras, o ambas,
de los dirigentes periféricos, la falta habitual de respeto, la
confusión entre poder adquisitivo y dignidad, los sálvames televisivos,
todo lo que se cuece alrededor del fútbol -escupitajos incluidos- y los
medios que se utilizan para ello, las actitudes irreconocibles de muchos
gobernantes, las ridículas y anacrónicas monarquías y sus émulos
vaticanos y, en consecuencia, el comprender que ya no queda nadie que
nos represente, nos deja -cuando lo pensamos- en una justificada y
extraña impresión de desbordamiento.
A pesar de todo, espero que
madurar sea únicamente no ruborizarse y, sobre todo, no arrepentirse de
lo que se es y de lo se ha sido, aunque alguna equivocación adolescente
se nos cuele y nos venga bien, de vez en cuando.
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