Cuando tenía unos ocho años, los Reyes me trajeron un
casco blanco de explorador. No tardé en ponérmelo y pasearme con él
y con algún artilugio, supuestamente para cazar fieras, por las
calles del centro de Huelva. Mis compañeros de juegos y algunos
vecinos encontraron en el sombrero un gran parecido con un cacharro
que todavía existía debajo de las camas de los abuelos y empezaron
a llamarme escupidera.
El insulto que, como tantos otros, era cruel y pretendía
hacerme abandonar lo que solo yo tenía, no me arredró porque,
aunque no me caracterizaba por mi osadía, sí que presentaba ya
indicios de ser un gran tozudo. Así que seguí con mi cabeza
“blanqueada” muchos días. Ni me molestó lo que me llamaban, ni
me importa contarlo ahora. Me da igual. Es más, creo que pongo en
evidencia una manera de comportarse no exclusiva de la infancia.
Quienes me provocaban lo hacían, sobre todo, porque se habían
acostumbrado a la uniformidad y, como en la sociedad de hoy, tan
inmovilista, se me colocaba en alto para que así se pudiera clamar
contra mi discrepancia.
En la actualidad, se ridiculiza la idea ajena o se
combate, sin dejarla convivir con las de la mayoría oficializada. Se
teme lo distinto. Y así se puede llamar loco al que disiente, o
pobre al que tiene la cabeza llena de ideas: Lo general se confunde
con lo correcto. Y volverá a ocurrir en un día como este, en el que
los niños y las niñas que no hayan empezado a apretar botones,
estrenar teléfonos, vestir equipaciones, lucir fusiles o acunar
muñecas, serán calificados de raros y se les expondrá, como se
hace con los adultos, a la aventura difícil de ser sencillamente
diferentes.
No nos engañemos, los más pequeños siguen aprendiendo
de sus mayores y la sociedad infantil es ya la sociedad.
(Refrito
de mi artículo publicado en “El Correo de Andalucía”, el
06/01/2004)
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