Es alarmante la cantidad
de noticias que produce el llamado alcoholismo de fin de semana y,
especialmente, de fin de año: Accidentes de tráfico, reyertas,
desapariciones, padres desconsolados y jóvenes invirtiendo su tiempo
y su dinero en algo que, más tarde o más temprano, solo les
acarrearán disgustos.
Las excusas que se
ofrecen ante tal comportamiento son variadas. Que si no pasa nada
porque "controlan", que si solo se animan un poco, que por
qué no hacerlo, que los restaurantes son caros, que vez en cuando:
Todas inconsistentes.
La
verdad es que beber no es siempre un refugio o una consecuencia.
Muchas veces es la causa de la mayoría de los males. Y me estoy
refiriendo a esta bebida juvenil, a esa costumbre de salir para
emborracharse, deglutir alcohol, cuanto más fuerte mejor, hasta casi
perder el conocimiento, eso que los protagonistas llaman al día
siguiente con un eufemismo burlón "coger un punto" o, más
real, “agarrarse
un pedo“.
Ese punto con el que
sería posible hablar, moverse, tener autonomía personal o conducir
no es el mismo que tienen muchos jóvenes la noche de fin de año a
partir de cierta hora, no es el mismo que percibieron los amigos que
tuvieron que levantarles del suelo, que les llevaron a sus casas o a
urgencias, que impidieron una pelea con desventaja. Esa bebida no es
una celebración de nada, ni siquiera un escape para olvidar la falta
de trabajo, sino la causa del desempleo.
Hay situaciones que no
admiten el calificativo de ocasionales, ya que su sola existencia les
hace merecedora del sustantivo pleno. Igual que no se puede ser un
poco inmoral o ligeramente ladrón, el alcoholismo de “weekend” y
fiestas de guardar es sencillamente -peligrosamente- alcoholismo y
tiene sus mismas secuelas. Se bebe por diversión, por mimetismo, por
falta de personalidad, para afirmarse como gregario y se termina,
poco a poco, siendo intransigente, vociferante, impaciente,
irritable, aburrido, descortés y cada vez menos inteligente, pues el
alcohol ataca las neuronas.
Se bebe porque no se es
capaz de ser distintos, de decir que no, de mantener la conciencia de
que estar en la calle parados más de cuatro horas es una pesadez
insufrible que hay que pasarla con ayuda. Se bebe por congraciar con
el líder, por acercarse a alguien que bebe también. Y se olvida el
daño que se está haciendo a las personas más cercanas y a uno
mismo.
Los jóvenes de todas
las épocas han necesitado crear un comportamiento propio, una
actitud y una jerga. Si hace treinta y cinco años iban con trencas
gritando libertad, ahora en la mezcla natural de ideologías -o en su
ausencia- se les ve caminar tristemente con una bolsa de plástico,
donde conducen litros de güisqui barato y de ginebra hasta el más
maravilloso e íntimo de los maleteros de un coche, o del garaje de
nochevieja.
Esta ceremonia mezcla
las falsedades de que el atractivo guarda proporción directa con un
atrevimiento y una gracia no naturales y la opinión nociva de que no
hay otra cosa qué hacer. Se admite ser otros y se presume de ello; y
es lastimoso que aquí la igualdad de géneros sea un hecho, aunque
la sociedad que da la estabilidad laboral y juzga siga haciendo
discriminaciones.
Como en tantas cosas,
todos somos responsables. Unos por haber estado bebiendo durante
años, otros por llegar "alegres" a casa, otros por no
transmitir valores o no conversar, otros por no abrir horizontes,
otros por no perseguir la venta ilegal, otros por no hacer la prueba
de alcoholemia en la salida de las discotecas, otros por no hacer
nada.
Beber no es malo ni
bueno, igual que fumar o comer, pero la exageración que conduce a la
enfermedad y el aniquilamiento siempre es peligrosa, desde la lectura
de libros de caballería de Alonso Quijano a la absenta de
Toulouse-Lautrec, con la gran diferencia de que no todos los
drogadictos son genios o personajes literarios y la coincidencia de
que todos son marginados.
(Refrito de mi artículo
publicado en “El Diario de Andalucía”, el 17/01/2009)
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