Me dicen que ya no se busca al tecnócrata cuyo bagaje
cultural no va más allá de los cálculos precisos para su trabajo,
sino que se tiende a un perfil más humanista y menos restrictivo. No
he discutido la afirmación, sobre todo por la buena voluntad de mi
interlocutor y por si él mismo entendía que se encontraba en ese
nuevo grupo. Desde luego, no creo que las generaciones de las
carreras exclusivamente de ciencias hayan cambiado nada su concepción
del mundo; más bien al contrario. No les han ayudado los respectivos
diseños curriculares, los itinerarios y la orientación utilitaria
de la sociedad. Ni les han ayudado las exigencias de unas facultades
que han equiparado su reputación al número de suspensos. Tampoco
los de letras, arrastrando un absurdo complejo de improductividad,
han cambiado mucho.
Unos y otros han perdido un prestigio que ha pasado a
los futbolistas y a las personas públicas, ampliamente entendidas.
Los medios de comunicación se han empeñado en destacar los
pelotazos por encima de la creación o el descubrimiento; y lo han
conseguido, entre otras razones, porque a mayor incultura más
indiscriminada televisión.
Los valores se adquieren antes de elegir las asignaturas
optativas, en la familia, en el entorno social y con el empleo
particular del ocio. Siempre ha habido quienes han hecho compatibles
su ciencia y la calidad inesperada que puede aportar a sus vidas la
Historia, la Filosofía, el Arte, la Literatura y todas las cosas
inasibles. Porque lo que parece seguro es que no hay dos mundos o, si
los hay da igual, porque los dos pueden ser vividos por todas las
personas, hayan sido o sean de letras o de ciencias. Se trata, en
realidad, de valorar la formación completa, la inteligencia
verdadera; la capacidad por encima de las exclusiones y los
prejuicios.
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