La mujer que hace apenas dos años acabó fríamente con
la vida de dos de sus hijos, para saldar –contaron- una antigua
deuda de infidelidades con el marido camionero, ya puede pasar los
fines de semana y las vacaciones escolares en su casa, con el
muchacho que, en el momento del trágico suceso, tenía catorce años
y que sobrevivió. Que esta persona confesa de asesinato pueda salir
de su internamiento, alegando razones de desequilibrio mental
transitorio, depresión o fianza suficiente y exija, además, sus
derechos de patria potestad sobre el menor, parece otro de esos
excesos garantistas que repercuten en una disminución de los
derechos de las víctimas. No dudo que la condena haya estado o siga
para siempre en su interior pero, en cualquier caso y aunque dicen
que la benevolencia está muy cerca de la justicia, sería
conveniente pensar también en que existen dos personas en esa
“familia” a las que no ampararán, por cierto, ni la futura ley
contra la violencia por razones de sexo.
Por lo visto, existe una dolencia que convierte a
algunos seres en inhumanos, la misma que hizo empuñar una catana al
adolescente de Murcia, adicto a la realidad virtual –que también
está en la calle, o lo estará muy pronto gracias a la ley del
menor-, la misma de los que barnizan de ideologías los instintos
criminales. En el caso de esta asesina, había igualmente otra
realidad, la que instantáneamente produce el abuso de las drogas, la
de huir de una situación personal y un presente insostenibles, la de
huir quizá de uno mismo. Y es que hay un tipo de soledad que,
desgraciadamente, mata y una interpretación de la justicia que nos
hace sentirnos frágiles e
inseguros especialmente a quienes se nos olvida pagar una
multa de tráfico, como mayor frivolidad.
El Correo de
Andalucía, 06/07/2004
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