Convivo en una ciudad
multilingüe, multirracial y multicultural, con las gentes de los
distintos países que pueden llegar hasta ella. Me encuentro con
costumbres y ritos diversos, velos, cruces, rastas y rapados. Alguna
vez, hablo con futboleros, garrulos, ejecutivos, skateboard, heavies,
hippies, lolailos, okupas, punks, rockers, maquineros y siniestros
varios. Vivo y dejo vivir.
No comparto eso que
ellos también llaman sus estéticas y, como es natural, tengo la
mía, aunque no me lo haya propuesto como identidad. Ni me molestan,
ni me ofenden y espero que yo tampoco les moleste; al contrario, me
agradan porque, al igual que con las migraciones, sigo pensando que
en las mezclas se encuentra la riqueza.
Pero mire usted por
dónde, en algunas ciudades de interior, cualquier verano, en el
centro comercial que sea, en los multicines o en las calles, el olor
a sudor, las chanclas y otros aderezos más comunes están haciendo
tambalear lo que entiendo por tolerancia.
No
son cadenas, collares, ropa vieja, metales, ni colores; no son
actitudes, sino ausencias, negaciones, abandono y falta de higiene.
No es vestir de una manera determinada, sino carecer de norte y no
entender las palabras prójimo y respeto. Tienen cualquier edad, no
son marginales, o al menos, no exclusivamente, llevan bañadores,
chanclas, camisetas y hasta un bikini. Y van a lo mismo que yo, a
tomar un café, al cine, a comprar y a no comprar, incluso a una
librería.
La
cosa se recrudece ahora, con el mundial. Los delanteros sesentones y
con barriga se codean con sus nietos, estos sí, en edad de vestir
como les de la gana.
Me
estaré haciendo viejo, pero no encuentro excusas para salir a
disfrutar de un espacio que no es privado sin lavarse, con atuendos
playeros y, además, en un lugar que no tiene costa, ni
infraestructura balnearia, ni nada que lo justifique. La única
explicación que se me ocurre es la nula, la mala educación de esos
“marujones” del día, el odio a las normas, la inconsciencia, la
estulticia y la victoria segura del peor gusto.
Es
obvio que no claudicaré, que mi convicción es mayor que la
desfachatez, que volveré a sentirme alienígena
durante unos instantes y que pasará, porque dicen que todo pasa -y
es verdad, casi siempre-, pero la tristeza de que me demuestren que
hay quien no piensa en el otro, que cree que no avergonzarse de nada
es un valor y que tener personalidad es hacer lo que se quiera en
donde y cuando se quiera, me apena, como si fuera uno de esos
mensajes repletos de homo y xenofobias.
HuelvaYa.es, 30/6/2018
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