Caso
1: Un
adolescente agrede un día con su moto y con las manos a una
compañera de instituto. Están en la puerta del centro. Un señor
recrimina ese comportamiento y el sujeto le increpa y le amenaza sin
que le importen
la
edad, la razón y el respeto de su interlocutor. Alguien intercede,
le manotean y, en uno de esos lances que se dan en las situaciones
vehementes, el agresor sufre un accidente y se rompe la nariz. Al
cabo de cuatro meses, presenta una denuncia por lesiones y el
correspondiente certificado médico contra el intercesor, que es
llamado y retenido por la policía.
Caso 2: Un padre pide en las
cartas al director de un periódico que multen a su hija adolescente
porque se niega a llevar el casco en la moto; además, amenaza con
ir contra los responsables de tráfico y el ayuntamiento si le pasara
algo. Por lo visto, era imposible que le hiciese caso y estaba
dispuesto a cualquier cosa, aun ridícula, para protegerla.
Caso 3: En una bronca
monumental, el ciudadano detiene su coche e interviene; tiene dotes
para convencer a los contendientes y los aplaca, mientras que aparece
casualmente un coche de la policía local. En ese momento, y tras
explicarles lo sucedido, el policía multa al vehículo mal aparcado
y desoye las razones del estacionamiento.
En
el caso primero, una
vez más, las leyes son usadas por quienes sistemáticamente las
incumplen y los ejemplos de colaboración ciudadana quedan ahogados
por unas garantías ciegas y una falta de sensatez a la hora de
aplicar la normativa. Quien presenció el incidente dudará, a partir
de entonces, entre intervenir y arriesgarse a terminar denunciado, o
agredido como aquel profesor Neira, que se tomó en serio lo de la
violencia machista.
El padre sin recursos es por
desgracia un caso frecuente que deriva de la importancia que tienen
los amigos y la tribu. La familia ya no es como antes, porque no
somos como antes, pero en este salto supuestamente evolutivo se nos
ha escapado que el respeto a los progenitores es fundamental. Quienes
se han preocupado de hacernos crecer y de cuidarnos bien merecen una
consideración especial y no la presunción de culpabilidad que se
les supone al legislar, como lo está haciendo Francia en estos
momentos, sobre si un cachete es o no violencia doméstica. Y a
instancias de la Carta Europea de los Derechos Sociales,
precisamente.
En España, el artículo 153
del Código Penal pretende “proteger a las personas físicamente
más débiles frente a las agresiones de los miembros más fuertes de
la familia", pero parece dar por hecho que esa superioridad es
siempre por parte del adulto, especialmente si ese menor de edad no
lo es también en maldad, como ocurre tantas veces.
Sé que existe el llamado
espíritu de las leyes y que ese artículo no tenía esa intención,
pero los delincuentes de cualquier edad siempre salen ganando ante
quienes ni han pensado nunca en ni cómo delinquir.
El tercer caso es el de la
estupidez o el de la avidez recaudadora o ambos en perfecta armonía,
que se pone de manifiesto especialmente en las ciudades cuyos
estadios de fútbol están en el casco urbano: En esos días no
importa superar las aceras, las triples filas de estacionamiento y el
caos circulatorio, porque mandan intereses mayores (se supone), pero
dónde queda entonces la coherencia.
Es muy probable que cuando
seamos menos mojigatos con las palabras y más escrupulosos con los
valores y se acepte que la autoridad no es un término anatematizado,
sino necesario, que vincula cualquier estructura orgánica, familiar
o profesional, entendamos bien una educación (sin collejas), unas
leyes para organizar y proteger y una sociedad con la única y
excelsa finalidad de ser justa.
Puede que las
interpretaciones lo sean todo, pero después del sentido común.
HuelvaYa.es, 27/07/2016
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