Decir
que el lector
completa con su lectura
el significado de la obra literaria es decir poco. Antes que eso, el
lector hace que esa obra exista. Es un verdadero creador.
Otros
productos artísticos, una vez alumbrados, existen por sí solos. Un
cuadro o un puente tienen vida real en cuanto se exponen o inauguran
y son lo que ya son –ni siquiera lo se quería que fuesen-, aunque
nadie los mire. Algo diferente es que puedan recrearse en cada
espectador. Pero un libro fundamenta su objetividad en los
degustadores y necesita ser leído para encarnarse.
El
autor llega a ser incluso menos importante que el más insignificante
de sus lectores. Estos son imprescindibles, aquel no. Las obras se
pierden en los cajones y en las hogueras y, a veces, se convierten en
canciones o en coplas que una folclórica -grande, en el mejor de los
casos- hace suyas, sin que trascienda que las escribió un poeta
insigne de Sevilla, llamado Rafael de León, por ejemplo.
Lo
que parece necesario dejar claro es que el autor es el origen, pero
se difumina, mientras que la obra crece y crece y puede convertirse
en algo inmenso y, en ocasiones, eterno, si lo merece. Mientras que
el lector es quien exige y justifica la existencia del libro, un
libro que probablemente habrá buscado con ansiedad porque le habían
hablado de él los amigos, que habrá perseguido de librería en
librería porque ha visto una película basado en él (cómo si no se
hacen las películas, sino basándose en guiones literarios, en
historias, en conflictos rescatados de la realidad por una pluma, por
el ordenador de un loco-”escribidor”
que incluso “se
alquila para soñar”).
El
libro está en la calle y cuando lo rescatamos lo hacemos porque
vamos buscando un placer; y sabedores o no de esta finalidad, el
resultado es el mismo: Disfrutamos.
Por
esto, porque los
seres humanos buscamos por naturaleza experiencias placenteras y esta
búsqueda es consciente, la lectura debe considerarse un placer. No
ocurre lo mismo con la sensación de felicidad, que se descubre
cuando ya llevamos un rato, o una temporada, experimentándola. En
esto se diferencian ambas percepciones; la una es instantánea y la
otra, acumulativa.
Schopenhauer
se refería a un estado no físico que se alcanza con la lectura de
ciertos textos: “No hay mayor goce espiritual que leer a los
clásicos: su lectura, aunque de una media hora, nos purifica, nos
recrea, refresca, eleva y fortalece, como si se hubiese bebido de una
fresca fuente que emana de las rocas”.
Sin
embargo, este goce, aun pareciendo objetivamente bueno, no puede
imponerse, como no conviene hacerlo con las recomendaciones más
saludables, si se disfrazan con el tópico la las conveniencias. El
efecto puede ser el opuesto.
Platón
señalaba que en la educación de los jóvenes se cuidara de hacer
sentir la obligatoriedad de aprender: “un hombre libre no debe
aprender nada
por medio de una esclavitud, las lecciones que se hacen entrar a
fuerza en el alumno no son estables en absoluto”. Y Daniel Pennac
señala, que si se plantea el problema del tiempo para leer es porque
no existe el deseo de hacerlo.
Así
pues, tenemos intereses, deleites y objetos, nadie diría que estamos
tratando de libros. Pero el dilema es obvio, ya que si la lectura
produce esos gozos, ¿cómo es que se duda en acudir a ella para
obtenerlos? (Una edición de bolsillo cuesta como una entrada de cine
y lo puede leer toda la familia, los amigos, tomar notas, tocarlo,
regalarlo, volverlo a leer. Y mucho menos que un CD original). La
respuesta es que el placer, antes que ser el resultado de una
búsqueda, se encuentra sorpresivamente y, después, se persigue en
la medida de las posibilidades; por tanto, la táctica mejor de
acercamiento debería ser el azar y, como feliz consecuencia, el
asombro.
Personalmente,
he tropezado con Juan Ramón, Delibes, José Hierro, San Juan de la
Cruz, Quevedo, Monterroso y Luis Sepúlveda, por ejemplo; y he
acudido a Cela, Proust, Borges o Dostojevskj. Los primeros han
cimentado mi afición, mi creencia; los segundos han alimentado mi
cultura y mi entretenimiento, ya que el placer es más plural cuanto
más formados están el gusto, la personalidad y la inteligencia.
Cuando
se tiene la suerte de merodear o de profundizar en las filologías,
el descubrimiento está asegurado. Si no se tiene guía, escudriñar
con acierto se hace muy difícil y así hay quienes naufragan una y
otra vez en los mismos títulos y en los mismos autores, reconocidos,
además. Lo aconsejable es ir dejando pistas: Una lectura conjunta y
en voz alta, una sugerencia personal, un fichero de datos, una
dramatización, un club de lectura, una película; bibliotecas
grupales, publicaciones individuales y colectivas, descuidos,
provocaciones, tiempo.
Si
convenimos que el placer ha de ser voluntario y encontradizo, la
fórmula -si es que existe- debe pasar por ahí: capricho y
casualidad, como tantas veces llegan algunas de las cosas importantes
de la vida. Así quizá consigamos lectores.
Algo
bien distinto es el conocimiento obligado por el currículo escolar
de obras y escritores de una generación determinada o de un contexto
histórico. Esto es cultura. Pero lo que ha motivado esta digresión
es la curiosa coincidencia entre mis placeres y mis libros: Otra
casualidad.
(HuelvaYa.es, 11/04/2015 y en otros medios, con modificaciones)
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