Hace unos años escribía que cualificados profesores y lingüistas se han esforzado por transmitir que la variante del español que conocemos con el nombre de "hablas andaluzas" no es una modalidad inferior y que, como se atrevió a pronosticar Gregorio Salvador en 1963, “si todo sigue igual (...), a la vuelta de doscientos, de trescientos años, la oleada andaluza habrá alcanzado la costa cantábrica y la actual pronunciación del castellano será una reliquia rastreable por los dialectólogos en algunos escondidos valles de montaña”.
En aquella ocasión y
porque el motivo era la fonética, que habían aireado Benito
Zambrano y María Galiana en la XIV edición de los premios Goya y
ahora, más recientemente, Dani Rovira, Alberto Rodríguez y la
mayoría de los galardonados en la XXIX edición, no mencioné otro
de los rasgos de las hablas andaluzas: la riqueza léxica, que ha
hecho que destacados escritores se hayan fijado, con veneración
casi, en nuestra particular manera de hablar. Los iletrados
nacionalistas me hicieron repetir aquel artículo en diversos medios,
que ahora completo con esta aproximación al vocabulario.
A pesar de todo, sigue
existiendo la creencia de que el uso de recursos expresivos que hacen
el lenguaje más sugerente y bello son patrimonio de una clase culta
y con dones especialísimos para la comunicación, sobre todo la
escrita; y que el culteranismo, que se distingue por la complicación
de la sintaxis, el empleo del hipérbaton, las alusiones frecuentes a
la Mitología, el uso creciente de metáforas violentas y de
hipérboles extremadas es una corriente literaria anclada en Luis de
Góngora y el siglo XVII.
La realidad queda muy
lejos. Estar boquerón, estar hecho polvo, pegarse un pelotazo, el
tinglado, quedarse “entroncao”, tener cara de papa frita, un
“abriero” de boca, no son sino metáforas que el pueblo llano
utiliza y que no dependen del nivel cultural, sino que, como dice
Michel Le Guern, en su ensayo La
metáfora y la metonimia,
“se puede decir que, esencialmente, la metáfora sirve para
expresar una emoción o un sentimiento, que intentan ser
compartidos”; esto es, que nace más por necesidad que por voluntad
propia, que obedece más a la función de “movere” del lenguaje
que a la de “placere”.
El objetivo de convertir
la palabra en el centro de la expresión, la opción que no solo
transmite un mensaje, sino que entrega al emisor, en un retrato
consciente, para que se le conozca por y a través de lo que dice, no
pertenece únicamente de la literatura sino que, por el contrario, se
halla en el lenguaje oral, sobre todo de esta tierra andaluza.
El andaluz se transmite
a sí mismo, se da, se hace notar y su forma de hablar es barroca,
motivada quizá por la tradición andaluza en el arte, la manera de
ser, la capacidad imaginativa, los hábitos sociales de extraversión
y conversación, la convivencia en las calles o el clima, como
escribe Pedro Carbonero o porque, sencillamente, adopta una postura
comunicativa y estética ante la vida en todo lo que hace, ya sea
pasear un trono o un misterio en la Semana Santa, venerar una imagen
(su Mitología) o charlar amigable, y apasionadamente, con los
amigos.
Desde mi punto de vista,
el léxico utilizado en Andalucía no está estudiado adecuadamente.
Tiene un amplio fondo común con el castellano, que usa para preferir
un vocablo a otro según la situación en que se da el mensaje, así
se dirá cacho o trozo, olla o cocido o puchero; conserva numerosos
arcaísmos que se localizan según las zonas, aún se dice dejuro
(seguro), espingarda (persona delgada y flaca), marrilla (bastón);
conserva algunos arabismos –no tantos como pudiera pensarse-,
alcancía, alcayata, maharón, aunque muchos han sido sustituidos por
su correspondiente vocablo castellano; leonesismos y aragonesismos,
producto de la reconquista y las repoblaciones: azogue, panocha,
esmorecerse (desfallecer); voces procedentes del caló, como chaval,
camelar, etc., neologismos y préstamos de las hablas fronterizas,
somier, trinque (del inglés to
drink),
gañafote (saltamontes); y multitud de aportaciones, consecuencia de
la adjudicación de significados diferentes a palabras castellanas,
como espanto (aparecido), orillar (apartar), abaleo (pelea); y las
acomodaciones léxicas en la etimología popular: “Huerta de
Vicente” (Word Trade Center), “andalias”, “gomáticos”,
“mondarinas”, “carlitos” (eucalipto), etc., aunque estas
últimas se den sólo en un registro vulgar.
La investigación del
léxico se pierde muchas veces en estudios localistas, sin
profundidad ni rigor científico, que solo aportan la celebración
familiar de una publicación y la justificación de la obra social o
cultural de la entidad que los sufraga.
En
sentido contrario merecen recomendarse el Vocabulario
andaluz,
del jiennense Alcalá Venceslada, que mereció los premios de la Real
Academia de la Lengua en 1930 y 1934; el Atlas
lingüístico y etnográfico de Andalucía,
elaborado por Manuel Alvar, Gregorio Salvador y Antonio Llorente; los
estudios de Rafael Lapesa, José Mondéjar, Miguel Ropero, Álvarez
Curiel y los investigadores de las distintas facultades, que han
publicado trabajos tan necesarios como los de Sociolingüística
andaluza,
iniciados por el profesor Lamíquiz y Pedro Carbonero y continuados
por el departamento de Lengua española de la facultad de Filología
hispalense y en los diversos congresos y simposios sobre el
particular. También la Universidad Internacional de Andalucía ha
publicado Conciencia
y valoración del habla andaluza,
coordinado por el profesor A. Narbona. En un ámbito más
restringido, es destacable el Vocabulario
popular malagueño,
de Juan Cepas.
Tenemos mucho que
aportar a la lengua española en este terreno: Ese barroquismo,
compensado por otros fenómenos opuestos, como los de economía del
lenguaje y un cierto conceptismo sirven, como opina
Fernández-Izquierdo y Gavala, para equilibrar funcionalmente el
sistema.
Nuestras hablas son las
que han arraigado con mayor fuerza en esa "koiné" que
denominamos español y que sirve para que nos comuniquemos más de
cuatrocientos millones de personas.
Ya lo decía el
egabrense Juan Valera: “Mucha gente pudiera ir por allá (por
Andalucía) a aprender castellano, que no a pronunciarlo”, aunque
si recordamos el vaticinio de Gregorio Salvador sobre la actual
fonética del castellano y la realidad hispanoamericana, también
podrían venir a aprender a pronunciarlo.
(En varios medios, con variaciones)
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