Fue en Royan, en el suroeste de Francia, hace más de
veinte años. Nunca había pensado que se pudiese aplaudir un
atardecer. Pero me detuve ante la ensenada y, mientras paseaba,
observé cómo los vecinos iban asomándose a sus terrazas, a las
puertas de sus casas. Eran más de las nueve y media de la noche de
un mes de agosto. El sol comenzó a esconderse, la gente se apretaba
y se tomaba de la mano. Y ocurrió. Fue el ocaso, naranja, amarillo,
único. Y, contagiados, empezaron todos a aplaudir.
No
sé qué me produjo mayor emoción si esa resolución en demostrar la
fascinación por la belleza, los aplausos, o la sorpresa de que no se
sabe en dónde ni cómo puede surgir una prueba irrefutable de que
merece la pena vivir la única vida que tenemos. Durante mucho tiempo
dije que había sido el atardecer más bonito de mi vida. Y a lo
mejor sigue siéndolo.
Desde
hace ya tiempo, aquí en nuestras tierras, los chiringuitos de playa
ofrecen puestas de sol, como si les pertenecieran, las incluyen en su
publicidad y, a veces, las amenizan. Asimismo, hay lugares donde la
gente se reúne y espera ritualmente que el sol se esconda, con la
satisfacción de un goce esperado y magnífico. Sin duda es una buena
idea aunque, de esta manera, queden excluidos el asombro y la
sensación de pequeñez ante un espectáculo que sucede sin aviso y
sin mesura.
Alguien
comprendió que su emplazamiento podría rentarle más a la hora del
ocaso veraniego: Tal es la osadía del hombre, que parece llevarle
hasta disputar los derechos de autor a la mismísima naturaleza.
(Varios medios)
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