Conocí
a Dulce Chacón en su Extremadura, en Don Benito más concretamente,
charlamos junto a los componentes de un jurado que presidía Santiago
Castelo. Nos habló de su inminente novela La voz dormida, que
tanto éxito obtendría luego, de sus conversaciones con mujeres y de
las pesquisas para documentarse. Nos bañó con su sonrisa, amplia y
luminosa. E insistió en que teníamos que ir a Zafra. Fuimos, por
supuesto. Adoraba su tierra, ejercía de extremeña siempre, y
comentamos lo cerca que estábamos los andaluces de sus paisanos.
Cuando
el jueves me enteré de la noticia luctuosa (falleció el 3 de
diciembre de 2003 y escribí este artículo unos días después), me
conmoví especialmente. Tenía 49 años.
Recordé
aquellos momentos, la importancia del presente y el refrán de
Líbranos, Dios nuestro, del día de las alabanzas, justas en este
caso, aunque prematuras.
Dulce
publicó el primer libro de poesía en 1992, Querrán ponerle
nombre; y le siguieron Las palabras de la piedra (1993),
la antología Tarde tranquila, Contra el desprestigio de la
altura (Premio de Poesía Ciudad de Irún de 1995), Matar al
ángel, de 1999, y Cuatro gotas; pero la reputación
literaria le llegaría con la narrativa: Algún amor que no mate
(1996), Blanca vuela mañana (1997), Háblame, musa, de
aquel verano (1998) y Cielos de barro, una crónica de la
Extremadura de posguerra, con la que ganó el Premio Azorín
en 2000.
La
voz dormida, su última obra, fue un gran éxito de
crítica y de público y la corroboración de su actitud comprometida
contra la violencia de género y contra el olvido de quienes
sufrieron “más horror del que es capaz de soportar la ficción”.
Dulce había mitigado la memoria herida con la técnica literaria.
Más adelante se hizo una película.
Su
hermana Inma, que se parece mucho a ella físicamente, es también
una buena escritora; pero Dulce ya no está y las protagonistas de la
novela, añosas, con salud delicada y de nuevo sin voz, no pudieron
asistir al funeral.
(Mínima
adaptación del artículo publicado en "El Correo de Andalucía",
09/12/2003)
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