El
individuo Maradona lo fue todo en el fútbol, pero muy pronto dejó
de ser un verdadero deportista para creerse, sin ningún respeto a
sus seguidores, que vivir deprisa era vivir mejor. Como tantos
futbolistas, resultó ser un ignorante y un zafio, escasamente dotado
para vivir en sociedad, pero la fama alcanzada en su mejor época le
ha servido para que se le sigan riendo las gracias durante años y no
se haya tenido ni siquiera el valor de afearle su peor jugada, la de
hacer trampas en el juego, en todos los juegos. Para mí no se trata
de una leyenda, sino de otra historia de un drogadicto rico que nos
ha condenado a verle decrépito y hundido, como tributo carísimo a
diez o veinte partidos que parecían de verdad.
Su
recuerdo es el de un niño estúpido que no ha conseguido administrar
sus virtudes y que, seguramente, no sabe que la vida es también muy
bella con cincuenta, sesenta o setenta años y más; es la historia
de un perdedor que no se ha querido enterar de la bondad del aire
puro y de la lucidez. Sus galopes desde medio campo han sido
sepultados por el testimonio de que la droga mata y de que, hasta ese
momento, deforma, hace dependiente y anula. Es un antihéroe, alguien
que no supo ser el mejor y al que conviene olvidar para no perjudicar
más todavía a ese fútbol de tantas miserias. La persona o lo que
queda de ella me apenan y ahora, más que nunca, insisto en que
prefiero emular a los que son capaces de vivir cada día con la única
ayuda de sus facultades y de los bienes que han alcanzado con
esfuerzo.
El
despilfarro de Diego me recuerda la frase de Groucho Marx a un
camarero: “Hoy no tengo tiempo para almorzar. Traiga la cuenta”.
En el caso del pelusa, el restaurante ha sido su propia vida y,
lamentablemente, hace ya tiempo que no queda nada que admirar.
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