No quiero que te vayas
dolor, última forma
de amar.

Salinas, P: La voz a ti debida, 1933


martes, 22 de agosto de 2023

TIERRA





Desde el monte Cruzado se ve todo el pueblo. Cuando subo, que es a menudo, clavo mi mirada en un punto fijo, una plaza, una casa, una ventana e imagino qué estará sucediendo allí. Veo a niños corriendo, mujeres solas, hombres bebiendo, abuelas, municipales.

En la plaza, hay gente sentada en los bancos; dependiendo de la hora, la población es distinta; por la mañana son personas mayores y alguien que viene de la plaza de abastos y se detiene a descansar; por la tarde es la chavalería la que los ocupa; y hasta que no es de noche no se sientan las parejas a pelar la pava.


Este lugar que ocupo se llama así porque cuentan que durante el siglo diecinueve se batieron en duelo los dos prometidos de Beatriz la panadera. Sí, tenía dos amantes a los que prometía fidelidad y dicen que era sincera. Cuando uno de ellos se enteró, retó al otro y, en la reyerta, que por lo visto fue a cuchillo, una vez que el más hábil desarmó a su oponente, no lo mató, sino que le cruzó la cara, dejándole una señal por la que, avergonzado, decidió marcharse del pueblo. 


Las casas son misteriosas y plurales; adivino siestas plácidas, ollas calientes, mesas con sus soperas en medio, televisores encendidos y hasta guitarras y pianos. En algunas chisporrotea una chimenea; en otras, un anciano mira por la ventana. 

Los visillos no me impiden contemplar la belleza de unas sábanas blancas, ni confundirme con el olor a gel. También vislumbro libros que se amontonan y ordenadores; y personas que deambulan y se toman de la mano.

Al llegar a este punto, me puede la pudicia, no solo al contemplarlo, sino al recordarlo ahora, como confesión de una costumbre que me mantiene en contacto con el mundo. Después, cuando bajo, ya no hablo con nadie, miro hacia abajo y sonrío para mis adentros. 

Cuando recuerdo lo que vi y lo que imagino, anoto que quienes se creen hombrones están sudando en el campo, con el botijo cerca y la fiambrera, con unos filetes empanados y un termo con gazpacho. Algún zagal, disculpado de la escuela por gracia o por castigo, acompaña al padre, pensando que esa tierra marrón y ese trabajo serán suyos y, como él, llevará el dinero y el sustento a casa.


La realidad es otra, porque allí al lado, con un pañuelo atado a la cabeza, remangadas las blusas y las faldas hasta donde es prudente, están también la Juana, con la Toñi y la Pepa, que sudan como el Mauricio y trabajan igual. Llevan su hatillo con comida y con agua y, antes de salir para la faena del campo, que es tiempo de cosecha, han dejado la casa limpia, que barrieron anoche; y hecha la comida para esta tarde, que para eso se han levantado a las cinco y media, que si no, no da tiempo.


A las ocho, que ya está bien por hoy, todos vuelven al pueblo. Ellos se van al bar, tras una ducha o un enjuague y ellas se peinan, se lavan, se remozan para que todo esté perfecto cuando lleguen los maridos que, muchas veces, tras comer con las noticias en la tele, se desparraman en sus butacas y se quedan como benditos.


Ana no es así, la llaman la rebelde porque quiere ser periodista y, como no le entran los estudios, ha repetido curso y sigue intentando sacar el bachillerato, a costa del trabajo de los hermanos, que dice el tío Enrique, cuando se enfada. Ana es alta, no le interesan los chavales del pueblo, excepto Dani, que escribe cosas y no se emborracha los fines de semana.


Cuando paseo, hay quienes me miran con rareza; el poeta dicen, inútil por completo gracias a esa pierna que le impide doblar el espinazo como los demás. Y susurran idilios que nunca han sucedido.

Es verdad que escribo; y en el pueblo me leen los mismos que me critican. No saben que ese Humbaldo Vives es el que no sirve para el campo y el que les cuenta, aunque sigan sin creerlo, que los héroes no tienen género y que si lo tuvieran, sería el femenino, aunque a los bares de la localidad los sigan manteniendo los hombres a diario y únicamente las familias que los visitan el domingo. 


En el club de lectura de la parroquia se comentó mi última novela; lo sé, asistieron Loli, Joaquina y Toñi; y dos muchachos del colegio y un maestro. Se vieron reflejadas, se sintieron protagonistas y alabaron el título: “Mujer tierra”. Sacaron de sus bolsos cocacolas y ginebra, brindaron y sonrieron y, después, porque aman a esta gente y este lugar, regresaron a sus casas, disculpándose por haber estado en la parroquia tanto tiempo.

La Toñi se quedó con estas palabras: “¿por qué dicen que son los cabezas de familia, si trabajan igual que nosotras y encima les lavamos la ropa y le ponemos el puchero?” E iba rumiándolas camino de la Cooperativa, que es donde vive; bueno, al lado.

Creo que Felipe, que es quien coordina el club, se huele algo, porque ha relacionado los detalles que solo alguien que viva allí puede conocer y mi apariencia de Lord Byron rural.


A Esperanza, la boliche la encontraron la otra noche en las moreras, refocilándose con el Pascual y hoy lo comenta todo el mundo. Me parece a mí que con el genio que tiene va a poner a más de una en su sitio y va a gritarle a más de uno que son muy conocidos en La Perla, el bar, o lo que sea, camino de la carretera antigua que lleva a la capital. 


Me detengo también en mis pensamientos y deduzco que no hay vidas distintas de otras, excepto para quienes las contemplan, como yo, desde el Cruzado. Somos piececitas de un puzle que está a punto de desbaratarse. Los hombracos empiezan a sospechar que ya no son los protagonistas, aunque quieren creerse que mantienen y progresan en y con las tierras que les dejaron sus padres. Ellas, conscientes, les dejan creer, porque pasito a paso las cosas están cambiando.

Sin ir más lejos, casi todos los habitantes abuchearon a Román, el capi, el otro día, cuando la Felisa comentó en el ayuntamiento que ayer noche se le fue la mano. De hecho, el Román se ha ido a ver sus padres a Cartaya, sin aparente razón alguna.


El pueblo, mi pueblo, ya no es el mismo. Lo estamos cambiando los del club de lectura, algunas concejalías, las personas de bien y quienes piensan y sienten y no tienen miedo a pensar y sentir. También este cojo que escribe y que pasea, que habla en la barra del Azafrán, en el quiosco de Manolín y allí donde haga falta. Y hasta se le está perdonando que se dedique a no sabemos qué y plante únicamente cultivos de regadío. 


Es mi tierra, la tierra, la madre de todos; la buena gente, el Cruzado y el bar donde se arregla el mundo y se despotrica antes y después de cada sorbo.




Revista MARZAGON, julio de 2023


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